El poder sanador de las palabras
A veces subestimamos la fuerza de un “aquí estoy”, de un “no tienes que hablar si no quieres, pero estoy contigo”.

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Nunca he olvidado aquella llamada.
Al contestar escuché el llanto de una amiga muy querida: acababa de perder a su padre. Me quedé unos segundos en silencio, buscando en mi interior las palabras justas, las que de verdad pudieran consolarla. Pero la verdad es que, en instantes así, uno se da cuenta de lo difícil que es encontrar las palabras perfectas.
Eso es lo que, con los años, he aprendido: que lo importante no es encontrar frases brillantes, ni tener a mano fórmulas mágicas que borren el dolor. Lo que sana es la autenticidad de lo que decimos, el estar ahí, el acompañar desde el corazón. A veces un simple “te acompaño” o un “estoy aquí” es lo único que el otro necesita escuchar. No hace falta más. Lo demás sobra.
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La vida nos coloca una y otra vez frente a situaciones en las que tenemos que estar para alguien: un amigo que pasa por un divorcio, un colega que pierde su empleo, un familiar que recibe un diagnóstico difícil. Y, siempre, la misma pregunta nos cruza por la mente: ¿qué digo? ¿cómo lo ayudo con mis palabras? Y lo curioso es que, aunque vivimos rodeados de lenguaje, aunque trabajemos con las palabras todos los días, en esos momentos nos sentimos desarmados. Nos quedamos sin voz, porque sabemos que no podemos cambiar lo que está pasando. Nos gustaría poder borrar el dolor de quien queremos. Pero lo único que podemos ofrecer es eso: nuestra voz, nuestra palabra, nuestra presencia.
Recuerdo bien otra escena, esta vez en un hospital. Acompañaba a un amigo querido durante la enfermedad de su mamá. Estábamos sentados en una de esas salas de espera frías, blancas, silenciosas. En un momento, él me dijo bajito: “Lo que más me duele es cuando la gente no sabe qué decirme y entonces no me dicen nada”. Ese comentario se me quedó grabado. Y confirmé lo que ya intuía: que el silencio vacío, ese que se siente como distancia, hiere más que cualquier palabra sencilla.
Porque sí, las palabras sostienen. Sostienen porque nos hacen sentir que no estamos solos, que hay alguien a nuestro lado, aunque sea en la distancia. A veces subestimamos la fuerza de un “aquí estoy”, de un “no tienes que hablar si no quieres, pero estoy contigo”. No son frases elaboradas; son palabras que llegan directo al corazón.
He visto cómo en tantas culturas las palabras forman parte de los rituales de acompañamiento: los rezos, los testimonios, los abrazos con palabras de consuelo. Como si, sin pensarlo mucho, supiéramos que el dolor, cuando se comparte con la palabra, se hace un poco más llevadero.
También he aprendido que hay que tener cuidado con los consejos vacíos. Eso de decir “todo pasa por algo” o “esto te hará más fuerte” puede doler más que ayudar. Porque a veces el otro no necesita explicaciones. Lo que necesita es que estemos, sin juicios, sin pretensiones.
Al final, el verdadero poder de la palabra no está en tener las respuestas correctas, sino en acompañar, en tender un puente, en ser ese refugio que el otro necesita aunque sea por un ratito.
Y pienso ahora en las veces en que yo he estado al otro lado, en el lugar de quien necesita consuelo. Y lo que más recuerdo son esas palabras simples, cálidas, que me hicieron sentir sostenido. Palabras que, sin ser grandes discursos, me abrazaron aunque fuera con la voz.
Porque eso es lo que hacen las palabras: no eliminan el dolor, pero nos recuerdan que no lo cargamos solos…
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Exdecano y profesor de la Escuela de Comunicación Ferré Rangel de la Universidad del Sagrado Corazón y fundador del movimiento En Buen Español. Experto en comunicación y amante del lenguaje. Conferenciante internacional sobre temas relacionados con el poder de la palabra. Autor del libro 'Habla y redacta en buen español' (2011) y 'En buen español: El libro de las curiosidades de nuestro idioma" (2020). Apasionado de la historia, la educación, la fotografía y el mar. Esposo de Mirté y padre de Sebastián, Alejandro, Mauricio y Mariana (y del perrito Muni Cipio).
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