Siempre he sido de café en la mañana.

No soy de esas personas que pueden arrancar el día sin esa primera taza caliente, servida justo como me gusta: cargadito, con un poquito de leche, sin azúcar. ¡Puya!

Es mi primer pequeño ritual diario. Y digo “ritual” con toda intención, porque esas pequeñas costumbres que repetimos cada día tienen un poder mucho mayor del que solemos reconocer.

A veces pensamos en rituales como algo solemne o ceremonial, reservado para las grandes religiones o las culturas antiguas. Pero la realidad es que todos nosotros tenemos nuestros propios rituales cotidianos: sencillos, privados, pero profundamente significativos. Son pequeñas repeticiones que nos dan estructura emocional. Nos ordenan el día, nos anclan, nos ofrecen una especie de refugio frente al desorden natural de la vida.

Pienso, por ejemplo, en el ritual de llevar a mi hija adolescente a la escuela por las mañanas. Siempre salimos a la misma hora. Nos gusta tener ese espacio en el carro para conversar. Hablamos de cualquier cosa: de un examen, de un chisme de la escuela, de lo que vamos a almorzar. Ese trayecto, que apenas dura unos quince minutos, es nuestro pequeño mundo. Esas conversaciones mañaneras son un tesoro que ella y yo siempre guardaremos en la memoria. Parece algo insignificante, pero no lo es.

Lo curioso es que uno no se da cuenta de lo importante que son estos rituales hasta que los pierde o cambia. Durante la pandemia, por ejemplo, cuando el mundo entero tuvo que detenerse de golpe, muchos de nuestros rituales cotidianos desaparecieron. Dejamos de ir a la oficina, de hacer fila en el cafetín, de saludar al vecino al pasar, de hacer la pausa del almuerzo en el restaurante de siempre. Y aunque en aquel momento estábamos ocupados preocupándonos por asuntos mayores, muchos sentimos una sensación de descolocación. Nos faltaban nuestros pequeños rituales.

Es que los rituales tienen esa función secreta de darnos estabilidad emocional. Nos permiten crear rutinas dentro del caos, pequeñas islas de certeza dentro de la incertidumbre. Incluso en los momentos de mayor adversidad, uno se aferra a esas repeticiones mínimas que ayudan a sostenernos: el cafecito, el programa de televisión o la serie de Netflix antes de dormir, el escribir (o leer) esta columna todas las semanas.

Mi abuela tenía un ritual sencillo pero hermoso: cada tarde, a eso de las cinco, se sentaba en su balcón con una taza de té y se ponía a observar el cielo. Decía que le gustaba ver cómo cambiaban los colores del atardecer, y que ese momentito la ayudaba a “bajar el día”. Ese ritual le ayudaba a reducir las revoluciones y a conectarse con su presente.

Hoy vivimos en un mundo donde todo parece correr a una velocidad absurda. Estamos constantemente expuestos a noticias, redes, mensajes, estímulos. Y, paradójicamente, mientras más acceso tenemos a todo, más falta nos hacen esos pequeños rituales que nos brinden estabilidad.

No necesitamos grandes ceremonias para darle orden a nuestras vidas. A veces basta con respetar esos pequeños hábitos que repetimos cada día casi sin pensarlo. Son ellos los que, muchas veces, nos devuelven el equilibrio cuando la vida amenaza con descarrilarse.

La próxima vez que tomes tu primer café del día, que saludes a ese vecino con quien cruzas pocas palabras, o que cierres la noche viendo tu serie favorita, detente un segundo a valorar ese gesto. No es poca cosa. Los pequeños rituales, esos que parecen insignificantes, son los que nos sostienen.

Mi abuela decía que “si uno no hace pausas, la vida pasa demasiado rápido”.

Tus rituales son tus pausas.

Valóralos.