La carta de doña María (parte 5)
Sentados en su mesita redonda, compartimos su rica lasaña mientras hablábamos del presente, de la vida, del milagro de habernos encontrado.

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“El arquitecto de allá arriba me cambió los planes”, fueron sus primeras palabras por teléfono, unos días antes de nuestro tan esperado encuentro en Nueva York.
El sueño de doña María era llevarme a ver de cerca el puente de Brooklyn y cruzar el río en el ferry, que, según me confesó, “es lo más que me gusta hacer en el mundo”. Su ilusión era compartir ese momento especial conmigo, su “hijo blanco”, como me llama con cariño.
“Cuando tú me dijiste que venías para Nueva York, me volví loca de la alegría y empecé a hacer planes”, me contó. “Pero la vida tiene sus propios planes, y mi edad no me ayuda… Tú no tienes idea, tengo el corazón hecho pedazos”.
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A sus 95 años, los achaques son parte del camino. Esta vez, un dolor agudo en su pierna izquierda le impedía caminar como de costumbre.
“¡Pues ven a mi casa, que te voy a preparar una lasaña!”, exclamó con entusiasmo renovado. “¡Tú no te vas de Nueva York sin que nos veamos!”
Y así fue. En un pequeño apartamento al oeste de Central Park, doña María y yo nos reencontramos por segunda vez desde aquella tarde en febrero, cuando nos conocimos en su humilde casita en Arecibo, con café cola’o y sorullitos.
En su apartamento, cada rincón contaba una historia. Había fotos en blanco y negro de su vida de bailarina en un club de rumba en San Francisco, y su antigua máquina de coser Singer, esa que por décadas le dio el sustento necesario para criar, sola, a sus siete hijos.
Antes de sentarnos a la mesa, me entregó una tarjetita de esas de Hallmark que antes eran tan comunes, pero que hoy han sido desplazadas por mensajes de texto. Al abrirla, leí en su puño y letra: “Con todo mi corazón te doy las gracias por darme tanto cariño”.
Como si eso no bastara, la tarjeta venía acompañada de un recorte de periódico, un artículo de Daniela Romero en El Especialito, que encontró y quiso compartirme. Aquí un fragmento, bajo el título “Cada encuentro trae un propósito, grande o pequeño”:
“A lo largo del tiempo, distintas personas cruzan nuestro camino. Algunas se quedan para siempre, otras por un rato, y algunas nos dejan huellas sin siquiera decir adiós. Lo curioso es que cada una —aunque no lo notemos al principio— llega por una razón. No es coincidencia. Hay quienes aparecen justo cuando más necesitamos apoyo, un empujón de ánimo o una nueva dirección… Y algunas simplemente traen alegría sin complicaciones, como si fueran un descanso para el alma”.
Sentados en su mesita redonda, compartimos su rica lasaña mientras hablábamos del presente, de la vida, del milagro de habernos encontrado. En un momento, al verla sonreír tanto, le pregunté cuál era el secreto de su felicidad. Me respondió: “Yo cargo con mucho amor por dentro, y me da alegría poder repartirlo”.
Antes de irme, me apretó la mano con fuerza, como si quisiera detener el tiempo por un momento más. Me quedé con ganas de prometerle que nos volveríamos a ver, pero en el fondo supe que hay despedidas que no necesitan palabras.
Al bajar por el ascensor, sentí que había sido testigo de algo sagrado.
Doña María me enseñó que los grandes amores no siempre llegan con promesas ni dramatismos. A veces, se presentan en forma de cartas escritas a mano, de recuerdos en blanco y negro, de una lasaña humeante o de un abrazo que uno guarda en el pecho.
Y aunque la vida siga su curso, yo me llevo su risa, su historia… y ese último “te quiero” que aún me acompaña.
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Exdecano y profesor de la Escuela de Comunicación Ferré Rangel de la Universidad del Sagrado Corazón y fundador del movimiento En Buen Español. Experto en comunicación y amante del lenguaje. Conferenciante internacional sobre temas relacionados con el poder de la palabra. Autor del libro 'Habla y redacta en buen español' (2011) y 'En buen español: El libro de las curiosidades de nuestro idioma" (2020). Apasionado de la historia, la educación, la fotografía y el mar. Esposo de Mirté y padre de Sebastián, Alejandro, Mauricio y Mariana (y del perrito Muni Cipio).
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