En mis años como profesor universitario, siempre me ha llamado la atención la manera en que algunos estudiantes se liberan de la culpa de su fracaso académico mediante el uso de esta curiosa aseveración: “El profesor me puso F en la clase”.

No es que no estudió, no es que no hizo la asignación, no es que se colgó en el examen… es que el malvado profesor le puso una mala nota, de la misma manera en que un terrorista pone bombas o una gallina pone huevos.

El profesor me puso…

Y es que, por alguna razón, nuestra forma de hablar se presta para estas construcciones que le echan la culpa de nuestros errores o desventuras a todo menos a uno mismo.

Sin embargo, si los estudiantes obtienen una excelente calificación, ya no es gracias al profesor. “¡Saqué A en la clase!”, suelen decir. Ahí no le dan ningún crédito al educador. Curioso, ¿no?

Algo parecido he observado con mis hijos. Cuando alguno de ellos se pone a jugar con una bola dentro de la casa y, a pesar de las advertencias, acaban rompiendo algún florero o algún espejo, la defensa siempre es la misma: “Se rompió el florero; se rompió el espejo”.

“No”, suelo aclararles. “El florero y el espejo no se rompieron… tú los rompiste”.

El lenguaje es maravilloso porque permite construir oraciones de tal forma que libera a la persona de toda culpa.

Lo cierto es que es muy difícil para nosotros aceptar nuestras faltas. Es, probablemente, un mecanismo inconsciente de protección para no tener que asumir la responsabilidad de nuestros actos y así evitar cargar con sus consecuencias.

Preferimos el juego de la víctima, en el que una persona sufre un daño por razones ajenas a su voluntad, casi siempre por culpa de terceros o de las circunstancias. Lo achacan a la mala suerte, o a la maldad de los otros, o a las vueltas que da el destino. Y al justificarse de esa manera, buscan inconscientemente la compasión de los demás. “Obtuve una mala nota en el examen porque el profesor no sabe explicar, porque las instrucciones no estaban claras, por culpa de Luma que me dejó sin luz para poder estudiar, porque todo el mundo la tiene cogida conmigo”. ¿Cuántas personas conoces que juegan, siempre, el rol de víctimas y nunca asumen su propia responsabilidad?

Y este padecimiento es más viejo que el frío. De hecho, existe desde el génesis de la humanidad, reflejado en la historia de Adán y Eva. Cuando Eva fue confrontada por haber comido la manzana prohibida, ella dijo: “La serpiente me engañó, y yo comí”. Y Adán, que también le dio un mordisco a la manzana, le echó la culpa a Eva: “La mujer que me diste de compañera me dio del árbol y yo comí”. Ambos le echaron la culpa a la mujer o a la serpiente por sus actos. A esta conducta se conoce, por cierto, como el Síndrome Adámico, en recuerdo de Adán. ¿Cuántas personas conoces que sufren de este síndrome?

Todos, de alguna forma u otra, caemos en la trampa de la víctima, del ‘yo no fui’ y de señalar al otro por las consecuencias de nuestros propios actos. Sin embargo, la única manera de poder superar nuestras circunstancias y lograr que las cosas cambien para bien en nuestras vidas es reconocer nuestros errores y tomar las riendas de nuestras responsabilidades.

Si los estudiantes, en vez de echarle la culpa al maestro por sus propios fracasos, asumieran el protagonismo y la responsabilidad por su educación, otros serían los resultados.

Miremos hacia adentro, reconozcamos nuestras culpas y enmendemos nuestras acciones. Solo así ocurrirá el cambio favorable que buscamos...