Esta mañana se apagó una estrella cercana.

Mi sobrina, con apenas 46 años, se despidió de esta vida tras una batalla que enfrentó con una valentía sobrehumana. La vimos irse poco a poco, con los ojos abiertos a veces, como si aún intentara memorizar nuestros rostros, aferrándose al amor que la rodeaba. Y aunque ya no hablaba, era evidente que seguía sintiendo. Sentía nuestra presencia, nuestras manos, nuestras lágrimas y, sobre todo, nuestro amor.

He pensado mucho en la muerte estos días. Y aunque duele, me resisto a verla solo como pérdida. Porque también puede ser —si logramos cambiar la mirada— un recordatorio maravilloso de que alguna vez estuvimos aquí.

Relacionadas

El astrofísico Neil deGrasse Tyson lo dijo con una claridad que hoy resuena en mí: la muerte es prueba de que hemos vivido. En un universo inmenso, en el que la mayoría de la materia nunca será parte de algo consciente, nosotros tuvimos la fortuna de existir. Las probabilidades de estar vivos son inmensamente improbables. No solo como cuerpos que respiran, sino como seres capaces de amar, de reír, de abrazar, de crear memorias. Tuvimos un turno. Y eso, por sí solo, ya es un regalo increíble.

Mi sobrina vivió. Y vivió bien. Amó intensamente. Bailó, cantó, viajó, se gozó la vida con entusiasmo. Fue luz para muchos. Aunque su tiempo fue breve, fue suyo. Y nos lo compartió con generosidad. Su presencia nos transformó. Su partida nos sacude. Pero también nos invita a mirar la vida desde otro ángulo.

Creo que muchas veces tememos a la muerte porque nos obsesiona lo que dejamos de hacer, lo que no terminamos, lo que no entendimos. Pero la muerte no nos define. Lo que nos define es cómo vivimos, cómo amamos.

Estos días he pensado que la muerte, lejos de ser el fin de todo, es una invitación. Una que nos recuerda que no somos eternos, que la vida es ahora, que el tiempo se nos escapa si no lo aprovechamos con conciencia. Y que vivir de verdad no es solo existir, sino estar presentes. Es hacer que el tiempo cuente.

¿Y qué significa eso en la práctica? Significa decir “te quiero” más seguido. Significa soltar rencores y no posponer abrazos. Significa escuchar con atención, mirar con ternura, estar de verdad cuando estamos con otros. Significa escribir mensajes que no dejen nada por decir, como si cada uno pudiera ser el último.

Hoy, al mirar la foto de mi sobrina, tan viva, tan ella, entiendo mejor que nunca que el aprendizaje más poderoso que deja la muerte es el de aprender a vivir. Porque si algo nos demuestra su partida, es que no importa cuántos años tengamos; lo que importa es qué hacemos con ellos. Lo que sembramos, lo que dejamos en los demás.

Ese es el legado de mi sobrina. No uno construido en décadas, sino en intensidad. En presencia. En amor. Y si ella pudo dejar tanto en tan poco tiempo, entonces todos tenemos la responsabilidad de vivir con más intención, con más gratitud, con más entrega.

Tal vez ese sea el consuelo más profundo que podemos abrazar: que la muerte no es un castigo ni una injusticia, sino la evidencia más clara de que alguna vez existimos. Que tuvimos un turno al bate en este mundo, aunque breve, y lo vivimos.

La muerte es la confirmación de que fuimos parte de este milagro improbable que es la vida. Nosotros tuvimos ese privilegio. Por eso, más que temerle a la muerte, deberíamos agradecerle que hemos vivido y que cada segundo de esa existencia fue un maravilloso regalo.