Luego de cuatro siglos de historia bajo el dominio de España, el nombre oficial de nuestra isla, de la noche a la mañana, cambió.

La Ley Jones, que entró en vigor en marzo de 1917, decretó que, a partir de ese momento, el nombre de Puerto Rico sería sustituido por una versión más anglosajona: Porto Rico.

Esta decisión estuvo atada, por un lado, al deseo de imitar la manera en que los estadounidenses pronuncian el nombre de la isla y, por otro lado, a una táctica más en la estrategia de ‘americanizar’ a los puertorriqueños. Para los Estados Unidos, era esencial ‘deshispanizar’ el territorio y movilizar a sus ciudadanos boricuas hacia la cultura estadounidense con el fin de lograr una integración completa.

Uno de los aspectos fundamentales que definen la cultura de una nación es, sin duda, su idioma. Los norteamericanos sabían que la ruta hacia la asimilación de los puertorriqueños hacia “the american way of life” tenía que comenzar por el lenguaje. Como estrategia adicional, se llegó a establecer la enseñanza obligatoria en inglés de todas las asignaturas en las escuelas del país.

Lo que no se imaginaban los congresistas de Estados Unidos es que Puerto Rico, en ese sentido, sería un hueso difícil de roer. No iba a ser tan fácil el proceso como lo había sido con los territorios que adquirieron a mitad del siglo XIX luego de la guerra contra México; aquellas vastas tierras tenían una población mínima y dispersa y el proceso de asimilación fue relativamente sencillo.

Desde el principio, los puertorriqueños mostraron un desinterés en aprender a hablar inglés y los esfuerzos de incorporar su enseñanza en las escuelas fue inefectivo. Al principio, era muy difícil conseguir maestros que pudieran enseñar en otro idioma que no fuera el español. Como respuesta, las autoridades llegaron a amenazar a los maestros con retirarles sus licencias si no seguían las directrices establecidas por el gobierno federal. La reacción del magisterio ante estas imposiciones y amenazas fue de total rebeldía, lo que complicaba la vital colaboración del sistema educativo para lograr los objetivos de asimilación que se perseguía.

Más allá del intento de imposición del idioma, el gobierno de Washington intentó forzar en los puertorriqueños la historia y la cultura anglosajona y pretendía eliminar la celebración de los días festivos locales y disminuir el énfasis en la historia y las tradiciones puertorriqueñas.

Algo así sucedió con el nombre de Porto Rico. Sospecho que a una gran parte de los puertorriqueños de la época no les resultó agradable que les cambiaran el nombre de su país sin tan siquiera haber sido consultados.

Así lo expresó en 1928 el comisionado residente de Puerto Rico en Washington, Félix Córdoba Dávila, cuando dijo que “El idioma es un factor de incuestionable importancia. El inglés aún no ha llegado al corazón del pueblo [puertorriqueño], ni es razonable esperar que esto suceda alguna vez”. Y añadió: “El lenguaje de un pueblo constituye la voz de su alma, el medio de expresar sus sentimientos y su personalidad. El amor por la lengua vernácula está arraigado en el individuo. Privarlo de su lengua materna sería cruel y despiadado”.

Sus palabras fueron proféticas.

En mayo de 1932, luego de 15 años, el Congreso de los Estados Unidos pasó una resolución en la que devolvía a nuestra isla su nombre original de Puerto Rico.

Para finales de la década del cuarenta, se abandonó el proyecto de ‘americanización’ en las escuelas y el idioma español volvió a las aulas.

Las raíces de nuestra cultura e identidad, reflejadas en nuestro idioma español, han demostrado a través del tiempo ser demasiado profundas y arraigadas en el alma de los puertorriqueños. Arrancarlas no ha sido, ni será, tarea fácil.