Las enseñanzas del juez más amable del mundo
Frank Caprio nos demostró algo que hoy parece olvidado: que la gentileza no es un acto de debilidad, sino de fortaleza

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La noticia de la muerte del juez Frank Caprio, ocurrida la semana pasada, me hizo detenerme a pensar en esas personas que, sin proponérselo, se convierten en maestros de vida para millones. Caprio no fue un actor famoso ni un deportista de renombre. Fue juez municipal en Providence, Rhode Island, y desde ese estrado sencillo, con una toga y un mazo, nos dio a todos una de las lecciones más grandes de humanidad: que la justicia no tiene por qué estar divorciada de la compasión.
Su programa Caught in Providence, transmitido primero en televisión local y luego convertido en fenómeno global gracias a las redes sociales, mostraba casos aparentemente simples: multas de tránsito, estacionamientos indebidos, violaciones menores de la ley. Pero en esas audiencias, que podían durar apenas unos minutos, se revelaba algo mucho más profundo: la capacidad de mirar al otro con empatía, escuchar su historia y entender que detrás de cada falta hay una persona con circunstancias únicas.
En un mundo donde la justicia suele percibirse como fría, estricta y distante, Caprio rompió el molde. Sus sentencias no se recordaban por la severidad, sino por la humanidad. Si una madre explicaba que había estacionado mal porque debía correr a atender a su hijo enfermo, Caprio no solo anulaba la multa: le ofrecía palabras de aliento. Si un joven confesaba su error, el juez lo corregía, pero también lo animaba a seguir por un camino mejor.
Muchos podrían decir que era demasiado indulgente. Sin embargo, su indulgencia no nacía de la debilidad, sino de la sabiduría. Sabía distinguir cuándo una sanción debía aplicarse con rigor y cuándo era más valioso un gesto de misericordia. Entendía que la función de un juez no es solo castigar, sino también educar, orientar y, en cierto modo, sanar.
Frank Caprio nos demostró algo que hoy parece olvidado: que la gentileza no es un acto de debilidad, sino de fortaleza. En sus audiencias, el respeto era la norma. Nunca humillaba, nunca ridiculizaba, nunca se colocaba por encima de quienes comparecían ante él. Al contrario, se inclinaba hacia ellos con una sonrisa y una voz serena, como quien dice: “Te escucho, me importas, eres digno de consideración”.
Ese gesto, tan sencillo y tan escaso en estos tiempos, se convirtió en un bálsamo para muchos. Personas que llegaban angustiadas por una multa terminaban agradeciendo no solo la decisión legal, sino la dignidad con que habían sido tratadas. Y quienes lo veíamos a través de una pantalla descubríamos que, aun en los escenarios más formales, siempre hay espacio para la humanidad.
El juez Caprio fue más que un funcionario judicial; fue un ejemplo de cómo vivir. Su legado trasciende las cortes y nos invita a reflexionar en nuestra vida cotidiana. ¿Cuántas veces juzgamos a los demás sin escuchar su historia? ¿Cuántas veces aplicamos nuestra propia “sentencia” sin espacio para la compasión?
Si cada uno de nosotros aplicara en su vida un poco de la filosofía de Caprio, quizás tendríamos un mundo menos hostil y más justo. No necesitamos una toga ni un estrado para imitarlo; basta con decidir tratar a los demás con respeto, escuchar antes de juzgar y recordar que la gentileza, lejos de ser un adorno, es la esencia misma de la humanidad.
Hoy me quedo con una de sus lecciones más poderosas: la justicia puede ser firme sin dejar de ser compasiva, y el verdadero poder no está en imponer, sino en comprender.
Descansa en paz, juez Caprio. Su mazo ya no resonará en el tribunal, pero sus enseñanzas seguirán resonando en la conciencia de quienes lo admiramos.
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Exdecano y profesor de la Escuela de Comunicación Ferré Rangel de la Universidad del Sagrado Corazón y fundador del movimiento En Buen Español. Experto en comunicación y amante del lenguaje. Conferenciante internacional sobre temas relacionados con el poder de la palabra. Autor del libro 'Habla y redacta en buen español' (2011) y 'En buen español: El libro de las curiosidades de nuestro idioma" (2020). Apasionado de la historia, la educación, la fotografía y el mar. Esposo de Mirté y padre de Sebastián, Alejandro, Mauricio y Mariana (y del perrito Muni Cipio).
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