Las lecciones de Mariana
Hemos ido perdiendo ese espacio sagrado de escuchar a los mayores, de sentarnos sin prisa a oír sus historias.

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Mi abuela no tenía títulos universitarios.
No era doctora en filosofía, ni psicóloga, ni escritora de libros famosos. Pero sus palabras estaban llenas de una sabiduría simple, de esa que no se aprende en un salón de clases, sino en el trajín de la vida.
A veces, Mariana me hablaba de su infancia en Coamo, de cuando los juegos eran a la luz del sol y no frente a una pantalla. Otras veces me contaba cómo conoció a mi abuelo, con la pureza de esas historias de amor verdaderas. En ocasiones, simplemente comentaba lo que veía desde la ventana. Y aun así, sin proponérselo, me dejaba lecciones que todavía hoy me acompañan.
Una de sus frases favoritas era: “La vida no es para correrla, es para caminarla”.
Yo era joven, impaciente. Hoy, cada vez que me sorprendo corriendo detrás de mil tareas, con el celular vibrando y la agenda llena, esas palabras vuelven a mí. La vida se camina, no se corre. Parece sencillo, pero es una verdad que se nos escapa con facilidad.
Vivimos en una época acelerada. Todo lo queremos de inmediato: la respuesta, el éxito, la gratificación. Hemos ido perdiendo ese espacio sagrado de escuchar a los mayores, de sentarnos sin prisa a oír sus historias. En cambio, nos dejamos arrastrar por las pantallas, por las redes sociales, por la avalancha interminable de noticias. Y sin darnos cuenta, dejamos a un lado las conversaciones que realmente nos nutren, esas en las que se transmite la experiencia de una generación a otra.
Y es una pena. Porque en esos intercambios aparentemente casuales hay más sabiduría que en cien cursos en línea o en cualquier “influencer” de esos que abundan. Ahí están las lecciones de verdad: la paciencia, la humildad, la gratitud, la importancia de la familia, la resiliencia ante la adversidad.
Hace poco, en una reunión, me quedé mirando a un abuelo que hablaba con sus nietos adolescentes. Al principio, los muchachos estaban distraídos, como suele pasar. Pero poco a poco, algo cambió. El abuelo comenzó a contar anécdotas de su juventud: de cómo trabajaba desde temprano, de cómo se divertían sin dinero, de los retos que enfrentó. Vi en los rostros de esos chicos sorpresa, curiosidad, incluso admiración. Al final, uno de ellos dijo: “No sabía que el abuelo había pasado por tantas cosas. Qué diferente era todo antes.”
Ese es el poder de escuchar a los mayores, de conocer sus historias, sus sacrificios, sus sueños alcanzados y de otros que se quedaron a mitad de camino. Historias que, aunque nacieron en otro tiempo, todavía tienen eco en nuestras vidas de hoy.
Los mayores no hablan con teorías. Enseñan con frases cortas, con gestos, con anécdotas que parecen simples hasta que, años después, la vida te pone en un aprieto y recuerdas aquellas palabras. Un joven que enfrenta una crisis puede sentir que su dolor es único, pero basta escuchar a un adulto mayor hablar de cómo salió adelante después de una pérdida o de cómo enfrentó tiempos inciertos para entender que todo pasa, que la vida tiene ciclos, que siempre hay un después.
Por eso, la próxima vez que puedas, apaga el celular y siéntate a conversar con los mayores de tu familia. Escucha de verdad. Pregunta. Déjalos hablar. Porque llegará el día en que su voz ya no esté, y entonces valorarás cada historia, cada consejo, cada risa compartida.
Mariana me lo resumía mejor que nadie mientras me servía su café caliente, con esa calma que parecía eternidad:
“Escucha, Gabriel. Siempre escucha. Porque se aprende más escuchando que hablando”.
Qué mucha razón tenía…
Exdecano y profesor de la Escuela de Comunicación Ferré Rangel de la Universidad del Sagrado Corazón y fundador del movimiento En Buen Español. Experto en comunicación y amante del lenguaje. Conferenciante internacional sobre temas relacionados con el poder de la palabra. Autor del libro 'Habla y redacta en buen español' (2011) y 'En buen español: El libro de las curiosidades de nuestro idioma" (2020). Apasionado de la historia, la educación, la fotografía y el mar. Esposo de Mirté y padre de Sebastián, Alejandro, Mauricio y Mariana (y del perrito Muni Cipio).
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