Cada cierto tiempo, el Diccionario de la lengua española nos recuerda algo fundamental: la lengua no vive en vitrinas ni se conserva en formol. Vive en la calle, en las redes, en la sobremesa, en el teatro, en el celular. Por eso, cada actualización del diccionario suscita curiosidad, debate y, a veces, indignación. “¿Cómo van a aceptar eso?”, preguntan algunos, como si la RAE inventara palabras por antojo y no por uso.

La Real Academia Española —junto con las demás academias de la lengua— no crea el idioma: lo observa, lo estudia y lo registra. Vigila la ortografía y la gramática, sí, pero también se adapta a las nuevas formas de hablar. Y ese ejercicio de escucha activa se refleja en las nuevas palabras y acepciones que se incorporan en la versión electrónica 23.8.1 del DLE, presentada esta semana en Madrid por su director, Santiago Muñoz Machado, y por la responsable del Instituto de Lexicografía, Elena Zamora.

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Entre las incorporaciones de 2025 hay términos que muchos ya usábamos sin culpa ni comillas. Loguearse, por ejemplo, es una adaptación plenamente española de un verbo cotidiano: iniciar sesión. Nadie dice “proceda usted a autenticarse en la plataforma”; decimos “me voy a loguear”, y punto. El diccionario simplemente toma nota de esa realidad lingüística.

Algo parecido ocurre con gif, ese formato de imagen animada que habla sin palabras y que expresa, muchas veces mejor que un párrafo, lo que sentimos. No es una moda pasajera; es parte del ecosistema digital. Y si el idioma también se usa ahí, el diccionario no puede mirar para otro lado.

Hay incorporaciones sabrosas desde el punto de vista expresivo. Bocachancla define, con precisión casi quirúrgica, a esa persona que habla mucho y sin discreción. Marcianada nos permite llamar absurdo o extravagante a algo sin necesidad de un discurso entero. Y farlopa, sinónimo coloquial de cocaína, entra no para legitimar su uso, sino para explicarlo y situarlo en el registro adecuado.

También aparecen palabras que reflejan preocupaciones contemporáneas. Turismofobia se refiere al rechazo al turismo masivo que afecta a tantas ciudades. Crudivorismo: nombre de una práctica alimentaria cada vez más comentada, que consiste en comer alimentos sin cocinar. El idioma, una vez más, funciona como termómetro social y cultural.

En el ámbito artístico y mediático, el microteatro es una forma escénica breve que ha ganado espacio y público. Cineasta, aunque ya estaba aceptada, recibe ajustes. Y simpa —irse sin pagar— se cuela en el diccionario porque, nos guste o no, su uso se ha extendido lo suficiente como para merecer una definición.

Incluso el milenial, que muchos siguen escribiendo con doble ele, queda claramente delimitado: personas nacidas entre 1981 y 1996. El diccionario no juzga a la generación; la nombra, la ubica y la explica.

Conviene subrayar algo que recordó Muñoz Machado: ninguna de estas incorporaciones es un capricho. Detrás hay estudios, debates y objeciones de las academias americanas. En total, unas 330 novedades que anticipan la próxima edición impresa del DLE, prevista para noviembre de 2026.

El diccionario no empobrece la lengua al incluir estas palabras; la retrata. Nos pone un espejo delante y nos dice: así hablas, así te comunicas, así nombras el mundo hoy. Entender eso —que la lengua cambia porque la usamos— es, quizá, la mejor lección que nos deja esta nueva actualización académica.

Al final, el diccionario no dicta cómo debemos hablar: constata cómo hablamos. Y en ese gesto hay algo profundamente democrático. Cada palabra aceptada confirma que la lengua pertenece a quienes la usan, la transforman y la empujan hacia adelante, día tras día, sin pedir permiso.