Hay amigos que te hacen reír hasta que te duela la barriga. Otros que te salvan del abismo, aunque nunca se enteren. Hay amistades que duran una tarde, otras que duran toda una vida. Pero todas tienen un mismo poder: sostenernos.

Siempre he creído que la verdadera riqueza no se mide en cuentas de banco, sino en la gente que tienes cerca cuando todo se tambalea. Y dentro de esa gente, los amigos ocupan un lugar sagrado. Son familia elegida. Hermanos sin apellido. Los que aparecen y te acompañan cuando estás roto, los que te mandan un audio de cinco minutos solo para decirte que te quieren.

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La amistad es una forma de amor sin condiciones, sin contratos, sin exigencias. Es un tipo de cariño que se da por el simple gusto de compartir la vida. No necesita explicaciones ni justificaciones. Es presencia. Es decir, “estoy aquí” sin necesidad de palabras. Los auténticos amigos no necesitan hablar a diario ni vivir cerca: basta el afecto para mantenerlos presentes.

En uno de sus discos, el cantautor y poeta argentino Facundo Cabral dijo lo siguiente: “Amigos y nada más. El resto… la selva.” Y sí. Porque fuera del círculo de los verdaderos amigos, la vida puede parecer eso: una jungla de intereses, apariencias, máscaras y prisas. Pero dentro de esa pequeña tribu de gente que te quiere bien, hay calma, refugio y espacio para ser uno mismo.

Vivimos en tiempos raros para la amistad. Nos creemos conectados porque alguien nos dio un “like”, pero a veces estamos más solos que nunca. Las cadenas de WhatsApp no reemplazan los abrazos. Las videollamadas no sustituyen el calor de un café frente a frente. Y los emojis de carita feliz no llenan el vacío de una conversación honesta.

La amistad real exige algo que escasea: tiempo, escucha, presencia.

Un amigo de verdad no es el que te dice “aquí estoy” y desaparece. Es el que te conoce tanto que sabe cuándo llamarte aunque tú no digas nada. Es el que no te aplaude cuando te equivocas, pero tampoco te juzga. Es el que te confronta con cariño y se queda cuando tú mismo no te soportas.

También he aprendido que la amistad se cultiva. No basta con buenos recuerdos. Hay que escribir, llamar, invitar, preguntar. Un “cómo estás” sincero puede cambiarle el día a alguien. Un “te extraño” a tiempo puede salvar una amistad del olvido.

Claro, también hay decepciones. Amigos que se alejan, que cambian, que duelen. Pero con los años uno aprende a quedarse con los que suman. Los que iluminan. Los que no te piden que finjas estar bien. Los que no compiten, no calculan, no desaparecen cuando las cosas se ponen difíciles.

La verdadera amistad no busca ser perfecta. Se permite errores, silencios, distancias. Pero no olvida. No abandona. No deja de estar.

Una vez le pregunté a una estudiante qué era un amigo para ella. Me respondió sin pensarlo mucho: “Es esa persona que me deja llorar tranquila, pero que no me deja quedarme ahí”. Me pareció una excelente definición de amistad.

Hoy, si algo tengo claro, es esto: la vida se vuelve más llevadera —y más hermosa— cuando la compartimos con gente que nos quiere bien. En un mundo que a veces parece una selva, los amigos son la sombra fresca, el pan compartido, el silencio cómodo.

Así que, si tienes a alguien que te sostiene, cuídalo. Escríbele. Llámalo. Invítalo a caminar. Porque en esta vida de prisas y notificaciones, tener un amigo verdadero sigue siendo uno de los mayores lujos que puedas poseer.

Atesóralo.