Hay épocas del año que tienen un vocabulario propio, casi como si la lengua decidiera vestirse para la ocasión. En Puerto Rico, sin embargo, la Navidad no solo se viste: se desborda. Cambia el ritmo, el tono, los saludos, las frases hechas. Todo se transforma. Es como si el idioma, igual que nosotros, entrara en un modo festivo. Y lo curioso es que, cuando una palabra pasa por el filtro boricua, termina adquiriendo significados que ningún diccionario se atrevería a imaginar.

Pensemos, por ejemplo, en el verbo ‘parrandear’. En su sentido más literal, significa ir de casa en casa cantando aguinaldos. Pero todos sabemos que esa definición se queda corta. Parrandear es cantar, comer, reírse, tocar una pandereta que ya dio lo que iba a dar, encontrarte con un primo que no veías desde hacía siglos y, de algún modo inexplicable, terminar hablando de política a las cuatro de la madrugada. ¿Cómo se recoge eso en una entrada del diccionario? No se puede. La palabra vive más allá de la definición.

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Dr. Gabriel Paizy
Dr. Gabriel Paizy (Primera Hora)

Otra joya lingüística de la temporada es el sustantivo ‘pitorro’, un término que, según quien lo defina, puede significar una bebida artesanal, una experiencia espiritual o un peligro público. Lo interesante es que su significado varía según la cantidad ingerida. Con un sorbo, el pitorro es un detalle navideño. Con dos, la conversación es animada. Con tres, es una promesa de que “yo no bebo más”, siempre incumplida. Con cuatro… bueno, aparece esa otra palabra preciosa: ‘turca’. Ningún académico de la lengua podría redactar una definición lo suficientemente justa para ese estado de ánimo tan nuestro.

Diciembre es un festival de expresiones únicas. Decimos “así es la Navidad”, que sirve tanto para justificar la fila en Plaza como para excusar la tercera porción de arroz con gandules. Está el “de casa en casa”, que no implica mudanza, sino fiesta perpetua. Y está, por supuesto, el “¿cuándo nos vemos?”, una pregunta que no busca una respuesta concreta, sino que busca iniciar una cadena interminable de propuestas que jamás coinciden con la agenda real de nadie.

La comida, naturalmente, también trae consigo su propio glosario. El ‘lechón’, por ejemplo, ya no es aquel cochinillo de leche de la definición original, sino un símbolo cultural que despierta pasiones. El ‘pastel’, que no tiene nada de dulce, es una de esas palabras cuyo significado hay que aprender por la boca. Y el ‘coquito’, pese a su diminutivo inocente, es el verdadero efervescente social de la Navidad: une familias, repara amistades y, en ocasiones, daña reputaciones.

La música añade todavía más matices. Nuestros aguinaldos están llenos de verbos: comer, beber, convidar, gozar. Frente a los villancicos universales, que insisten en la nieve, la paz y el silencio, nuestras letras prefieren la bulla, el fogón y la jartera (así, con jota). Es como si el idioma mismo decidiera que, durante estas semanas, la vida se conjuga en primera persona del plural: comemos, cantamos, compartimos. Y sí, a veces exageramos, pero la exageración también es válida en diciembre.

Lo más fascinante es que cuando llega enero, el léxico vuelve a cambiar. Aparecen expresiones como “más pela’os que un chucho”, que describen con precisión quirúrgica el estado financiero de la isla tras semanas de celebración. Sin embargo, incluso esa frase tiene un brillo de humor que revela algo esencial: nada nos tumba. Volvemos a empezar. Guardamos las panderetas, recogemos el árbol y, sin admitirlo en voz alta, ya estamos pensando en la próxima Navidad.

Tal vez ahí reside nuestra magia: en que la lengua, igual que nosotros, no suelta la fiesta.

Así somos.