Cuando yo era pequeño, jugaba con mis amigos a pillo y policía.

Los pillos eran los “malos” y los policías eran los “buenos”.

Eso siempre lo entendí.

Pero luego jugaba al indio y al vaquero, y me decían que los indios eran los “malos” y los vaqueros eran los “buenos”.

Eso nunca lo entendí.

De pequeño me preguntaba por qué los indios eran malos. ¿No estaban ellos defendiendo las tierras que los blancos querían arrebatarles? ¿No debió ser bueno el indio y malo el vaquero?

Con los años, estas preguntas fueron tomando en mi mente un giro más profundo. ¿Cómo se decide quiénes son los buenos y quiénes son los malos? ¿Existe una verdad absoluta?

Al final, me di cuenta de que los malos siempre son… los otros. Los contrarios.

Todo se interpreta a partir del lado en que te encuentres. La diferencia entre lo bueno y lo malo lo define aquel que cuenta la historia.

¿Y quiénes cuentan la historia?

Los ganadores, los poderosos.

La historia del descubrimiento de América la escribieron los conquistadores, no los conquistados. Fueron los blancos, no los indígenas. Por eso los vaqueros son los buenos y los indios son los malos. Si la historia la hubiesen escrito los dueños originales de las tierras, otra sería la perspectiva, otra sería “la verdad”.

Algo similar ocurre con las palabras.

¿Quién decide cuáles son las palabras “buenas” y cuáles son las “malas”?

Por lo que oigo a mi alrededor y en las canciones que están de moda, aquellas palabras consideradas malas ya dejaron de serlo. Hay una en particular (la del cabro grande) que utilizan mis hijos y sus amigos constantemente. En mis tiempos, el decirle esa palabra a otra persona le hubiese costado un ojo o la vida. Hoy es tan normal como decir “mi pana”. Pero para la nueva generación, esa palabra ha dejado de ser “mala”. Ahora es, incluso, “buena”, y convive entre aquellos de nosotros que nos criamos con el viejo estigma.

Y lo mismo pasa con otras palabras que aquí son “malas” y en otros lugares del mundo son “buenas”. Pienso en el sudamericano que se pasea por la avenida Ashford y se retrata asombrado ante el hotel que lleva el nombre, según ellos, del órgano sexual femenino.

Una misma palabra puede ser buena para algunos y mala para otros.

La realidad es que no existen las buenas ni las malas palabras, al igual que no existen los buenos ni los malos en la historia. Todo es relativo. Lo que sí existen son las buenas o las malas… intenciones. Con una palabra considerada “buena” se puede hacer más daño que con una de esas palabras sentenciadas al zafacón del desprecio y la condena.

¿Cuánto dolor y sufrimiento no han provocado muchas palabras que gozan del prestigio de la sociedad?

Son las ideas, más que las palabras, las que pueden ser destructivas.

Las palabras son “malas” en la medida en que se usan con el propósito de hacer daño o en un lugar y contexto no apropiado. Hay que ser juiciosos. Una pistola no es “mala” en sí misma; es malo aquel que la usa, de forma premeditada, para cometer un delito.

Las llamadas “malas palabras” pueden tener, por cierto, un uso terapéutico. Nos pueden sanar el alma en un momento de frustración o proveer alivio físico ante un dolor intenso.

En el juicio de la sociedad, reconsideremos la dura sentencia que ciertas palabras han recibido. Al igual que con los indios, tal vez no hemos ejercido total justicia con nuestra condena…