En Puerto Rico tenemos palabras que nacen de maneras tan curiosas, que parecen inventadas por un escritor con mucha imaginación y tiempo libre. Una de ellas es límber. Y no, no es un anglicismo importado de un manual de cocina, ni una receta traída por abuelas viajeras.

Según la tradición popular, el límber nació en San Juan, un 2 de febrero de 1928, el día en que aterrizó aquí el hombre más famoso del mundo: Charles A. Lindbergh.

Lindbergh venía de cruzar el Atlántico en solitario, algo que lo convirtió en un héroe global. Su nombre llenaba titulares, su rostro aparecía en portadas y su hazaña había despertado una fiebre por la aviación. A Puerto Rico llegó en su Spirit of St. Louis, posándose en el campo de aviación junto al Escambrón, donde lo esperaba media ciudad: estudiantes, soldados, señoras con sombreros elegantes y hasta el gobernador, Horace M. Towner. Hubo cañonazos, aplausos y flores. La isla estaba rendida a sus pies… o eso creíamos.

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San Juan celebraba en esos días su Carnaval, con su reina coronada y todo listo para la gran noche en el Casino de Puerto Rico. El plan era perfecto: Lindbergh abriría el baile con la reina, y el recuerdo quedaría grabado para la historia. Pero el aviador tenía otros planes. Declinaría la invitación, alegando cansancio. No hubo vals, no hubo foto, no hubo historia de baile que contar.

Aquí es donde el relato se bifurca en dos leyendas. La primera dice que, durante su estadía, Lindbergh probó un jugo de fruta congelado que le encantó tanto, que la gente empezó a llamarlo “límber” en su honor. La segunda, más pícara, asegura que la frialdad del aviador —su negativa al baile incluida— llevó a compararlo con aquel bloque de hielo dulce: “tan frío como un limber”. Y ya sabemos cómo funciona la memoria popular: una buena historia, con un toque de ironía, es difícil de borrar.

Lo cierto es que la palabra prendió en el habla cotidiana. Con los años, se olvidó la anécdota del aviador, pero el término quedó atado al vasito de hielo con sabor a frutas que se vende en neveritas de playa, quioscos de barrio y hasta en las neveras de nuestras casas. Pregunta hoy por un límber y nadie pensará en Lindbergh, ni en aviones, ni en salvas de cañón en el Escambrón. Pensarán en parcha, coco y tamarindo...

Y es que las palabras son así: cápsulas de memoria que viajan de boca en boca. Algunas conservan su historia original; otras, como el límber, se quedan con el sabor y pierden el contexto. Y tal vez sea mejor así, porque lo que sobrevive es el uso vivo, no la nota al pie en un libro de historia.

Claro, para quienes amamos el idioma, descubrir la historia detrás de un vocablo es como abrir un regalo inesperado. Saber que la merienda congelada de nuestra infancia tal vez deba su nombre a un aviador que pasó por San Juan y se negó a bailar, es añadirle un ingrediente secreto a ese hielo congelado. Nos recuerda que el español de aquí no solo se hereda: también se inventa, se adapta y se sazona con humor y picardía.

Así funciona nuestra lengua: se alimenta de anécdotas, de accidentes felices y de esas coincidencias que, sin proponérselo, se convierten en costumbre. Por eso, la próxima vez que sostengas en la mano un vasito frío de parcha o coco, tómate un momento para pensar que tal vez, sin saberlo, estás compartiendo un pedacito de historia…