Hay que ser humildes
El que es verdaderamente grande, nunca necesita decirlo...

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Hablemos hoy de la palabra ‘humildad’, esa que el diccionario define como “la virtud que implica reconocer las propias limitaciones y debilidades, sin vanagloriarse de los propios logros”.
En este mundo se necesita más humildad y menos ego, ¿no crees?
Vivimos en una época donde se premia la seguridad, la imagen, el éxito visible. Nos enseñan desde jóvenes a proyectarnos con confianza, a resaltar nuestros logros, a “vendernos bien”. Y eso no está mal… hasta que comenzamos a confundir la humildad con debilidad. Como si reconocer que no sabemos algo o que cometimos un error fuera señal de inseguridad.
La humildad verdadera no es andar cabizbajo por la vida ni hacerse el menos para agradar. Tampoco tiene que ver con falta de autoestima. Al contrario: es tener los pies bien puestos en la tierra, saber quién uno es, con virtudes y defectos, sin necesidad de exagerar lo que uno sabe ni esconder lo que no.
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Recuerdo un taller de comunicación efectiva que ofrecí hace unos años a un grupo de ejecutivos. Uno de los participantes, muy exitoso y respetado en su campo, me llamó la atención desde el primer momento. Escuchaba con atención, hacía preguntas con sencillez, pedía ejemplos cuando algo no le quedaba claro. Al final de la sesión se me acercó y me dijo: “Gracias por el taller. Aunque llevo años en esto, todavía tengo mucho por aprender”. Ese comentario me pareció poderoso, porque venía de alguien que no tenía nada que probar. Podía haber fingido que lo sabía todo, pero eligió mostrarse abierto. Eso es humildad.
He conocido también el otro extremo: personas que sienten que tienen que aparentar que lo dominan todo. Que no pueden hacer una pregunta, admitir un error o mostrar vulnerabilidad. Pero esa actitud, lejos de proyectar fortaleza, los aleja de los demás. Los limita. Les impide crecer, conectar, enriquecerse.
La humildad, en cambio, abre puertas. Te permite pedir ayuda sin sentir vergüenza. Te da la capacidad de escuchar críticas sin ponerte a la defensiva. Te da espacio para cambiar de opinión sin pensar que estás perdiendo. Te hace valorar a los demás sin sentirte amenazado. Nos recuerda que siempre podemos aprender, que cada persona que cruza nuestro camino tiene algo que aportar.
Y esto no se limita al ámbito profesional. En la vida personal también es clave. Cuántas veces hemos tenido que pedir perdón, reconocer que nos equivocamos, dejar a un lado el orgullo para salvar una relación o una amistad. La humildad nos ayuda a soltar la necesidad de tener la razón todo el tiempo y a priorizar lo verdaderamente importante.
Hace poco hablaba con un estudiante que se preparaba para comenzar su práctica profesional. Me confesó: “Profe, tengo miedo de que piensen que no sé suficiente”. Le respondí: “¿Sabes cuál es la mejor carta de presentación? Mostrar interés genuino. Preguntar. Estar abierto a aprender. Créeme, la gente prefiere trabajar con alguien humilde y dispuesto, que con alguien que actúe como si lo supiera todo”.
La humildad no nos quita valor. Al contrario, nos hace más humanos, más empáticos, más conscientes de que todos estamos en proceso. Nos permite aprender de otros, sin importar la edad, el título o la experiencia. En un mundo y en un país donde el ego ha causado tanto daño y conflictos, qué bueno sería que se pusiera en práctica la virtud de la humildad.
Al final, todos estamos tratando de entender esta vida. No hay nadie que lo tenga todo resuelto. Aceptarlo no nos resta: nos suma.
El que es verdaderamente grande, nunca necesita decirlo...