La carta de doña María (parte 4)
¿Cómo explicarle al mundo lo que ha significado para mí esta amistad?

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La saga de un amor tan puro como inaudito, continúa…
Hace unos días, recibí otra de muchas cartas escritas a mano, con aquella caligrafía antigua que ya reconozco de inmediato. Era de doña María, desde Nueva York, donde se encuentra pasando unos meses con uno de sus hijos. Al verla, no pude evitar sonreír. Ya no me sorprende recibir sus cartas, pero cada una me conmueve como si fuera la primera.
“Gaby, tú eres mi hijo blanco”, me decía esta vez, entre otras joyas que conservo como tesoros. Me confesó que había leído mi última carta tres veces, y que la había guardado “dobladita en el bolsillo del abrigo, para tenerla cerquita cuando saliera a caminar”. Me decía que yo hubiese sido “un buen compañero de loqueras” en su juventud, que le sacaba carcajadas con mis historias y que, sobre todo, le hacía bien. “Gracias por quererme tanto”, me escribió. Y luego, con la ternura que la caracteriza, añadió: “Yo te quiero igual”.
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Desde aquella primera carta que llegó a mi oficina, doña María se ha convertido en parte de mi vida. No pasa mucho tiempo sin que me llegue un mensaje suyo —sea por carta, por llamada o por alguna nota escrita con lápiz en un papelito. Entre nosotros se ha creado un lazo difícil de explicar, pero fácil de sentir. Un lazo que no entiende de edades, distancias ni diferencias. Un lazo tejido con palabras, memorias y cariño genuino.
Ayer la llamé por teléfono. Contestó con esa voz alegre que ya me resulta familiar. Le conté que estaré en Nueva York este verano, y le pregunté si le gustaría que nos viéramos para tomar un café. “¡Claro que sí, mi hijo blanco!”, me dijo, con una risa contagiosa que atravesó el auricular y se metió en mi pecho. “Pero con café cola’o, no de ese aguachirri que venden por ahí”, añadió entre risas.
Quedamos en vernos en julio, en alguna cafetería de la Gran Manzana. Este será nuestro segundo encuentro en persona, aunque ya llevamos muchos momentos compartidos por correspondencia. Será la continuación de una historia que nació de una columna de periódico, pero que ha florecido como solo florecen las cosas verdaderas: con el tiempo, la ternura y la voluntad de querer.
A veces me pregunto por qué nuestras almas se encontraron. Ella, nacida en el 1930, criada entre cañaverales, peces sin nevera y juegos descalzos en la arena; yo, nacido muchas décadas después, entre computadoras y redes sociales, con una vida aparentemente tan distinta. Pero en el fondo, no somos tan diferentes. Nos une el lenguaje, el humor, la nostalgia por la infancia, el amor por nuestros padres e hijos, el placer por un buen café… y la capacidad de escribirnos sin filtros, sin apariencias, sin máscaras.
Ella me regaló sus memorias, su dulzura, su confianza. Yo le he dado mi escucha, mi admiración y mi cariño. Y juntos hemos tejido esta amistad poco probable, hermosa, que me recuerda cada día que la vida aún tiene sorpresas guardadas.
En par de meses nos veremos en Nueva York. Ya me lo imagino: ella con su sonrisa de siempre, yo con la emoción del reencuentro, y los dos brindando con café por las cartas, por los sorullitos, por la vida… y por ese tipo de amor que no necesita sangre para ser familia.