Nuestro español tiene babilla
“El país que mejor habla español es el país donde tú te haces entender”.

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Una vez, en uno de mis talleres de comunicación, un participante me preguntó: “Profesor, ¿cuál es el país que habla el español más correcto?”. No sé si era una pregunta inocente o si esperaba que yo soltara una lista con medallas, como si estuviéramos en unas olimpiadas lingüísticas. Le respondí: “El país que mejor habla español es el país donde tú te haces entender”.
Y así empezó una conversación que se volvió divertida y reveladora.
Porque, seamos francos: muchos siguen repitiendo que “los colombianos hablan el mejor español”, como si el idioma fuera una competencia y no un espejo de lo que somos. ¿Quién decide eso? ¿Hay una academia secreta que entrega trofeos de pronunciación y medallas de vocabulario? No, mi pana. Eso no funciona así.
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Cada país, cada región, tiene su forma de hablar, y eso está bien. El español no es un traje de talla única. Es más bien como una guayabera: se adapta al clima, al cuerpo, a la cultura. Lo que suena elegante en Sevilla puede sonar sobreactuado en Mayagüez. Y lo que en San Juan es natural, en Madrid podría parecer informal.
¿Queremos hablar “bien”? Claro. Pero hablar bien no significa sonar como alguien de otro país. Significa expresarse con claridad, con intención, con respeto por el contexto. Y ahí, Puerto Rico no tiene nada que envidiarle a nadie.
¿O acaso nuestras palabras son menos válidas porque no aparecen en todos los diccionarios? Mira, si aquí alguien dice que está enfogona’o, todo el mundo sabe lo que le pasa. Si se menciona a un jaiba, entendemos que hay que tener cuidado. Y si un chamaco dice que no tiene babilla, ya sabemos que va a rajarse. Eso es eficiencia lingüística. Eso es cultura en acción.
Una vez, en un restaurante en Madrid, traté de pedir jugo de china y me miraron como si hubiese hablado otro idioma. “Joder, que no tenemos zumos de la China, solo de España”, me contestó el mesero. Me tocó pedir “un zumo de naranja”, con una sonrisa forzada. Y en otra ocasión, un español me dijo que estaba “cabreado” porque no le habían traído las “gambas”. Yo lo miré como quien escucha un trabalenguas y solo entendí que el tipo tenía hambre. Pero así es esto: el idioma cambia según el mapa.
Además, no podemos olvidar que el idioma también es identidad. Las palabras que usamos están cargadas de historia, de herencia y de emoción. No es lo mismo decir “estoy triste” que “tengo un bajón brutal”. Una te suena clínica; la otra te pinta el sentimiento con todos los colores.
El idioma que usamos aquí es tan nuestro como el coquí o la piragua.
Y ojo, que no somos los únicos con estas discusiones. Pregúntale a un británico qué opina del inglés estadounidense y verás cómo se le frunce el ceño. Dirá que los “americanos” han dañado su idioma. Que eso de decir “gonna” en vez de “going to” es una barbaridad. Y uno, desde este lado del mapa, solo puede encogerse de hombros y pensar: así habla su gente, y así se entienden.
Por lo tanto, la próxima vez que alguien venga a cuestionarte si el español boricua es bueno o malo, contéstale: “Aquí hablamos un español tan bueno, que hasta tiene sabor”. Porque es el que usamos para amar, para discutir, para vacilar, para luchar, para vivir. El que nos entiende y el que nos define.
Y cuando un idioma logra eso —crear comunidad, identidad y entendimiento—, ya no hay que buscar más. Ese, sin duda, es el mejor español del mundo.