La partida de Elliott Castro de este plano nos ha estremecido a todos. La sacudida ha sido muy fuerte. Muy cruel. Muy dolorosa.

El dolor es colectivo. Elliott se ganó el corazón de este pueblo. Con su simpática sonrisa, su sabiduría, su don de gente, su verticalidad y su patriotismo, el cronista deportivo conquistó no solo a los amantes del deporte, sino que se ganó la admiración y el respeto de los puertorriqueños, por encima de cualquier consideración ideológica. 

“He llorado mucho. Uno se acostumbró al calor de él por la radio y la televisión”, me dijo un ser muy querido, describiendo, lo que siente este pueblo.

Hoy lo lloramos y lo celebramos. Nos estremece su muerte como nos sacuden las muertes de aquellos que pensamos eternos, que egoístamente quisiéramos que estuvieran con nosotros por siempre.

 El deporte lo apasionaba y así lo dejaba traslucir con vibrante voz y orgullo patrio en sus narraciones impregnadas de emoción, exaltando cada victoria con la contagiosa expresión, que queda para la historia: “¡Qué bueno es!”

 “A mí me pagan por hacer algo que yo haría gratis”, decía a cada rato, con su  radiante sonrisa pícara y traviesa.

Es verdad. Cuando se graduó de ingeniero civil del Colegio de Mayagüez, colgó la toga, el birrete y el diploma, dedicándose a Claridad, al deporte, a las luchas políticas y sociales y sí, a la lucha por la independencia de Puerto Rico.

Elliott Castro era un patriota y pasará al Hall de los Inmortales de la Patria.

Lo conocí en esos tiempos colegiales, en que sufrió rajaduras de cabezas en actividades de militancia pacífica, cuando te daban un macanazo y entregabas una flor en cambio. 

Elliott era íntimo al momento de establecer relaciones. Lograba una comunicación y empatía con las personas convirtiendo cada relación en una única.  

Te hacía bromas, te pegaba vellones, te corría la máquina, midiendo hasta dónde llegaba tu paciencia.

Desarrollé la afición por el deporte gracias a Elliott. No había nada mejor que ver un juego de pelota, de baloncesto, una pelea de boxeo al lado de él, dando cátedra y sirviéndote de maestro. 

Escribió ininterrumpidamente durante 40 años en el semanario Claridad. Nunca le falló a Claridad. Tuvo muchas ofertas de trabajo en los medios comerciales, pero ponía una condición: no dejaría de escribir en la publicación independentista.

Son muchas las anécdotas que podría contar… Una vez, luego de visitar el Partenón en Grecia y otras estructuras remanentes de la Cuna de la Civilización, de regreso a Roma y mientras nos dirigíamos al Coliseo Romano, nos expresó agotado: “Por favor, después de esto, no quiero ver una ruina más en mi vida”. 

Elliott acostumbraba felicitarme en su programa, cuando cumplía años, pero para no dejar de hacer maldades me sumaba “cinco años”. Si eran 35, le añadía cinco. Si eran 45, me ponía cincuenta. Me explicaba muerto de la risa, que era mejor que la gente dijera: “¡Qué bien se ve Rosita para tener 45 años!”, a que dijeran:  “¡Qué matá se ve Rosita…!”. A mí no me daba ni chispa de gracia. Cuando cumplí los 50, le advertí, pero bien encoruñada: “Como te atrevas aumentarme cinco, te mato!”.

“Cuando se muere un ser querido es como si te arrancaran una parte de ti”, me dijo una amiga muy sabia, al describir la pérdida de un amigo, y es que parte de la memoria emocional se jamaquea con su partida. Hay un desgarramiento doloroso. El alma queda en carne viva.

Se me fue el amigo. Murió un patriota.