“La cara de mocho era impresionante”, me cuenta una amiga sobre la empleada que la atendió en una de esas oficinas en las que se paga una factura de las que nos ahorca el bolsillo y el alma. Estaba sentada en una silla de piel negra, espaldar alto y rueditas que le permitían deslizarse de lado a lado. Entre ella y mi amiga una plancha plástica típica de estos tiempos covidianos para evitar el contagio del virus que nos ha hecho la vida de cuadritos.

Es la primera cara que ve el cliente en un vestíbulo lleno de sillas -también negras y de piel pero de patas estáticas- en las que decenas de personas acomodan el culete durante horas esperando que se les atienda como debe ser.

La mujer, sigue contándome mi amiga, rueda sus dedos por la pantalla de un celular que no se supone que hurgue en horas laborables. El teléfono es inteligente, pero ignora que su dueña debería ponerse a trabajar. Mi amiga le pide orientación a través del fiberglass y ella, casi sin inmutarse y sin intención de cambiar la cara de mocho que les conté, le contesta con tono de no me importa nada, quiero que sean las cinco para agarrar la cartera, largarme y allá usted.

Tres carajos le importa que mi amiga, responsablemente, lo que quiere es pagar.

Es indignante. El supuesto servicio al cliente que ofrece esta muchacha es áspero y avinagrado, cuando debería ser solidario. A fin de cuentas, ella debe pujar igual para mantener las cuentas de su hogar. Pero bueno…. Mi amiga logra resolver su asunto y se lleva una impresión nefasta.

Esa misma noche en que escuché el cuento fui con marido a Los Trailers, un lugarcito fantástico que establecieron en Bayamón y que visité por primera vez. Me estrené en “La Baya”, como dicen los muchachos. Es un área con vagones pintorescos, de colorines, con una oferta culinaria que va desde lo vegano hasta el chicharrón, desde el sushi hasta el pastel navideño, desde la cerveza hasta el whiskey, pasando por una margarita sabrosa, friíta y acentuada con sal en la orillita, como debe ser. De todo.

En el fondo, una pequeña tarima desde donde hace sus galas una banda musical pequeñita que impone un ambiente de alegría, y en el centro, divididas en varias porciones, mesas y sombrillas.

Allí tuvimos la suerte de conocer a Natalie, una mujer delgadita con una sonrisa que le ilumina la cara y que se desliza con carita feliz por todo el área, mientras realiza sus labores de mantenimiento. Nos ayuda a unir dos mesas -porque somos ocho- y nos atiende con una simpatía contagiosa que nos invita a hablarle un ratito.

Natalie es madre de cinco, tiene varios trabajos y estira los pocos cientos de dólares que gana. Nos cuenta con orgullo que su hijo mayor fue aceptado en una universidad en los Estados Unidos y nosotros hasta aplaudimos. Vaya, que nos pusimos tan felices por ella que por poco brincamos en una pata.

La observé toda la noche. Iba eléctrica y rapidita de una esquina a otra, velando que todo estuviera recogido, pulcro. Conversaba con los clientes por aquí, por allá, siempre con la sonrisa.

No pude evitar pensar en el cuento de mi amiga, y en la empleada que seguramente gana más que Natalie. Ojalá que una de estas noches a Cara de Mocho le dé por asomarse por los vagones para comerse o tomarse alguito y conozca a Carita Feliz para que reciba, gratuitamente, un masterclass. A ver si se inspira.