La mascarilla es como un brasier apretao. Se ha alzado como la heroína, la salvadora, la herramienta primaria para quien quiere vivir. No le resto méritos, pero se siente como un brasier apretao, bien apretao.

A principios del 2020 compré la N95 -la cocoroca- por recomendación de mi amiga Marilyn Pupo, quien formaba parte del grupo con el que iríamos a Turquía, un viaje que se nos ha quedado en el tintero.

Al mes del encierro fue necesario ir a una megatienda para comprar los productos que ya escaseaban en nuestra alacena. Llegué con actitud de guerrera, dispuesta a protagonizar una lucha libre internacional -de ser necesario en fango- con tal de agarrar el agua, las verduras, carnes, frutas y huevos para la canasta familiar. En mi mente llevaba estrategias para lograr apretar el mango de un par de galones de desinfectante. Además, estaba dispuesta a pelear por el producto más buscado, el más necesario, el más codiciado: el papel de baño. Me sentía capaz de espetarle las uñas y los dientes a la envoltura de plástico y revolcarme en el piso aferrada a ese paquete grande y gordo que contiene cuchucientos rollos.

Colocarme la mascarilla no fue fácil. Pasé bastante trabajo acomodándome el cordón elástico hacia arriba y hacia abajo. Me apretó la conciencia y hasta las tripas. Quedé con la mascarilla incrustada en la carne, las mejillas desbordándose y el resto de la cara como hinchada, rebosante. Pero no importaba, estaba protegida. Casi lavé el carrito de compras. Lo desinfecté como si fuera el fin del mundo y emprendí pasillo arriba y pasillo abajo. Tomé todo lo que necesitaba, papel de baño incluido. ¡Yes! Sin tener que pelear.

Entonces, estando en el tercer pasillo, comencé a experimentar un vahído producto del apretujamiento. El pelo lo tenía revolcado gracias al elástico que va desde el rostro hasta el tope de la cabeza. De la parte superior del labio se me deslizaban gotas de sudor. El aliento rebotaba contra ese material blanco -como felpa- en el que la mitad de mi cara estaba presa. “¡Coño, me muero!”.

El cristal de los espejuelos se nublaba, tenía picor, vamos, que hasta sentía la boca seca. Destapé un poco la parte inferior de la mascarilla, la que me cubría la barbilla, a ver si entraba un poquito de aire acondicionado que me salvara. Lo hice escondida entre las botellas de vinos, cavas y otros alcoholes tan necesarios en estos momentos, mirando antes a todos lados para asegurarme de que no apareciera un zombi a contagiarme.

Atravesé la puerta de salida empujando el carro atiborrado, y casi corriendo desesperada por quitarme la cosa aquella. Acomodé la compra en el baúl como pude. Recordé lo ordenadita que la coloca mi marido, quien debe haber sido un cachanchán de aquel juego que se llamaba Tetris. Entré a la guagua y en un movimiento desesperado me quité la cosa esa. De mi boca brotó el sonido de un gemido fatigado, como abatido, pero de placer.

Ya les digo, es como un brasier apretado que se quita al llegar a casa luego de todo un día, o toda una noche, de llevar el tetamen preso, sin aire, sin libre albedrío y respiración.

He probado otras mascarillas y la sensación es la misma. Ni modo, no nos queda otra que acostumbrarnos a vivir enmascarilladas, hacer la paz con la obligación de llevar la nariz y la boca tapadas, reconocernos por la mitad de la cara y convivir con ese artefacto, con ese avechucho que nos aprieta y nos priva. A más de dos años es eso o arriesgarnos.