Sospecho que la vida es bastante tranquila en Altadena. Mientras que a catorce millas, en Los Ángeles, conviven hacinados casi cuatro millones de seres entre un mogollón de calles, casas y edificios, en Altadena -una región mucho más pequeña- habitan solamente cuarenta y pico de mil almas que comparten una economía basada en la agricultura local. Uvas, naranjas, aceitunas y nueces crecen en sus campos, a los que se suman dátiles, aguacates, frutas y plantas ornamentales. Vamos, que seguramente se vive en mayor tranquilidad que en otros lares.

Con suerte, sin retrasos o escalas, podemos llegar desde Puerto Rico hasta Altadena en nueve horas y media de vuelo. Al bajarse sentirá el efecto del jet lag -un no sé qué y un qué se yo que se asemeja a un mareo con bobera-, pero que se maneja con la mayor dignidad. Es la combinación de cansancio y el choque con la altura, esa medida del suelo en el que estemos hasta el nivel del mar que en el Caribe no sentimos porque estamos flotando.

Pues ahí en esa región que jamás había escuchado, vive don Joe Chahayed, un hombre maduro, de rostro amable y piel curtida que debe haber brincado en una pata al enterarse de que ganó un millón de dólares porque vendió en su estación de gasolina -Joe’s Service Center, un negocio familiar que tiene ya setenta y cinco años-, el boleto ganador del mega codicado billete del Powerball que se llevó el jackpot de poco más de dos billones de dólares. Don Joe, de inmediato, sentenció que utilizará el dinero para sus hijos y sus once nietos.

Acá todos muertos de envidia de la buena, no de don Joe, sino de quien se llevó la purruchá. Tan pronto comenzó a crecer el pote, los puertorriqueños corrimos despavoridos a jugar. Los jugadores frecuentes mostraron su expertise, su maña, sus números de la suerte -fechas de cumpleaños, aniversarios y otras que marcan algún evento especial- y los inexpertos corrimos detrás a dañar papeletas pero, finalmente, a jugar esos numeritos que si salían nos convertían no en millonarios sino en bi-llo-na-rios.

Y todo el mundo haciendo planes. La casita para los padres, el viaje, la educación de los hijos y nietos, saldar las deudas… en fin, vivir en esa libertad económica que te da el dinero. Si bien es cierto que el dinero no da felicidad, tener los bolsillos llenos ayuda. En mi caso, hice plan mental para comprar casas para mis hijos, porque al paso que va la economía y los sueldos bajos resulta casi imposible para ellos comprar. Para mi marido y para mí no compraría una, porque la que tenemos es vieja pero guarda todos nuestros recuerdos.

Repartí la chaúcha mentalmente, incluyendo hermanos, primos, sobrinos, amistades. Y como todos, destiné una buena parte a aliviar los dolores de mucha gente: Iniciativa Comunitaria, El Comedor de la Kennedy, Casa Protegida Julia de Burgos, El Santuario de Animales Sasfa, Rabito Kontento…. la lista es larga y meritoria. Los boricuas somos de buen corazón.

Se juega la Loto con una fe impresionante. Si utilizaramos ese mismo dinero para saciar las necesidades de nuestro pueblo, otro sería el cuento.

¿Que sentirá el ganador? ¿Un bioco? ¿Un amague de fuetazo en el corazón? Yo me quedaría sin aire, creo que se me doblarían las piernas y caería como torta al piso a medida que fueran anunciando los números de mi boleto. Quizás por eso no lo gano, porque aún no me toca morir. Lo que me toca por el momento es quedar como tantos otros, esperando la Loto.