Bastante que le saqué el cuerpo, que esquivé los infomerciales y las recomendaciones que me bombardeaban por ojo, boca y nariz. Varios años pasé sin sucumbir ante la fascinación provocada en la gente por esa máquina rechoncha que fríe en aire, cosa que no me puedo explicar, porque toda la vida creí que la fritanga se prepara única y exclusivamente en una sartén o en una olla con mucho, mucho aceite.

Lo cierto es que la freidora -o el freidor, como quiera usted llamarle- revolucionó esta isla nuestra de tal manera que en las filas largas esas que se forman el viernes del madrugador, el artículo más codiciado, cargado y comprado por la gente era el dichoso aparato. Se lo llevaban de dos en dos, de tres en tres y por ahí pa’bajo.

La Navidad me lo trajo aunque nunca lo pedí. Y ahí estaba el avechucho, en reluciente gris y con un tablero de comandos brilloso y negro. Le había pedido a mis hijos otros regalos, cosas que necesitaba para trabajar y hasta una carterita cruza cuerpo que me libera las manos del bolso pesado que casi siempre llevo. Pero bueno, caso omiso hicieron a mi petición y me obsequiaron el artefacto. Al verlo sentí un entuerto de tripas y creo que hasta carita puse al ir descubriéndolo mientras desbarataba el papel de regalo. Al que no quiere caldo se le da una buena taza de uno de esos enseres que se estacionan en el counter de la ya atiborrada cocina, ocupando un valioso espacio.

No quedó más remedio que meterme entre las páginas del librito de instrucciones y concentrarme en algunos videos youtuberos para aprender su funcionamiento. ¿Y saben qué? ¡Quedé hechizada! Tan fascinada como estaban varios amigos y amigas amantes de la cocina. Es más, no sé como he vivido sesenta y un años sin ese avechucho tan solidario que me permite cocinar sabrosuras sin regueros y lo mejor, sin grasero. Diatre, no entiendo cómo siendo tan modernita lo había ignorado en mi vida. Es silencioso, bien portadito, obediente a las indicaciones que pulso sobre el lustroso panel negro en el que aparece lo que quiero saber y que me llama con un chillón “biiip” cuando todo está listo.

La primera vez que lo usé por poco lo abrazo y lo beso, y está primero en la lista de mis mejores regalos ever and forever, aún por encima de las gangarrias... ¡y eso es mucho decir! Papitas salpimentadas y crujientes, alitas de rechupete y hasta chicharrones tan crispis y doraditos que por poco se los escondo a mi marido y a uno de mis hijos porque el otro, afortunadamente, es vegetariano. Soy capaz de acostarlo a mi lado y arroparlo con tal de que nadie me prive del placer de freír en aire sin ollones o calderos.

Lo que no me explico es como estando la tecnología tan avanzada, con tanta gente tan sabionda, tanto teléfono inteligente y tanta vaina poderosa, no se han inventado uno de estos aparatos en tamaño gigante, gigantesco, en el que podamos freír a dos o tres charlatanes y charlatanas que van por ahí haciendo y deshaciendo, protagonizando desastres, tan caripelao’s, tan campantes, destruyendo lo bueno que queda en este país y en este mundo nuestro.

A los maltratantes, a los corruptos, a los asesinos, a quienes nos engañan, a quienes nos abusan, a quienes viven a costa de los demás (y los demás somos usted y yo), a esos por lo menos unos segundos de fritura no les vendría nada, pero que nada mal.