Aixa rodeó con ternura la cintura de su mamá y juntas se confundieron en un abrazo bailado, mientras la voz de Glenn Monroig y el piano de Frank Suárez se derramaban en sentimiento con la interpretación de la balada Sin tu cariño. Y el tiempo pareció detenerse…

Observándoles, descubrí a Normando Valentín -que fue el maestro de ceremonias- triste y cabizbajo. Me acerqué, noté las lágrimas en recordación de su madre y lo abracé con ese abrazo que sabemos dar quienes hemos perdido a nuestras mamás. Me enganché de su brazo y lo acompañé hasta el final, porque hay momentos que requieren solidaridad.

Fue una boda hermosa, un junte de emociones que a todos nos hacía falta para zarandear el espíritu en estos tiempos pandémicos, en los que enfrentamos un virus, sus variantes, nos despertamos con noticias trágicas y encaramos situaciones nefastas.

Aixa estaba preciosa en ese vestido con detalles de encajes y velo de mantilla que tanto deseó llevar al oficializar su unión matrimonial con el compañero con quien ha compartido vida durante catorce años. Mario guapísimo, de gris oscuro y lazo negro, flanqueado por sus gemelos Lorenzo y Leonardo y su hija Paola Sofía en esa ceremonia celebrada al aire libre, bajo un techo de árboles cuyas ramas se entrelazaban en el tope, dejando unos pequeños espacios al descubierto por los que se colaba un cielo espléndidamente azul.

Maravillosamente conmovedor para los corazones allí reunidos -y quienes asistieron a través de la pantalla del televisor- presenciar esa muestra de amor y respeto. La voz de Mario se quebraba al pronunciar los votos matrimoniales y Aixa, atenta y con ojos de enamorada, le devolvía una mirada profunda y cristalina. Nosotros en silencio total, contemplando embelesados esa reafirmación de dos seres que se han amado, se aman y se amarán “en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de su vida”.

Sin proponérselo, Aixa y Mario se convirtieron en un rayito de luz que nos recordó la fuerza del sentimiento más puro y perfecto, ese que nos sostiene en tiempos oscuros y que en las alegrías nos hace vibrar. Hubo infinidad de momentos especiales durante la celebración. Sin embargo, ese instante en el que Aixa bailó con la mujer más importante de su universo se alzó como el más mágico e impresionante.

Mientras se movían con suavidad por la pista de baile iluminada, Aixa secaba con delicadeza las lágrimas que fueron apareciendo en el rostro de su mamá. Y Carmen, con esa mirada dulce que nos nace a las madres, se perdía entre los ojos de esa hija que parió y crió para que fuera la mujer que es hoy y a quien todavía lleva de la mano por la vida, porque para las madres, nuestras hijas siempre serán nuestras niñas. Imposible para los presentes, incluyéndome, no llorar, no recordar a nuestras madres ausentes y envidiar -con envidia buena y bonita- ese baile con mamá.

Quizás usted que me lee sea de los que ha cuestionado por qué decidieron casarse luego de convivir durante catorce años. Pues, sepa que porque sí. Porque deseaban hacerlo. Porque se lo merecen. Punto. O quizás critique que escriba sobre esta boda si ya transcurrió una semana del enlace. Pues, sepa que a las mujeres nos hace falta encaramarnos en los tacos y a los hombres enchaquetarse -y lo digo en sentido figurado- para salir de la modorra, de ese sopor social intenso que nos arropa y nos consume hasta las ganas de reír.

Había que descansar del drama diario que nos golpea y salir a celebrar EL AMOR. ¡Sí, a celebrar!