Con la Loto me atacan los malos pensamientos. No puedo evitar producir una peliculita mental en la que gano ese premio gordo, bien gordo. Aveeee Maríaaaa, es que me veo con el boleto en la mano, el corazón late que late al ver que voy pegando los números uno a uno... y ese grito nacional que se me escapa cuando corroboro que he pegado los seis.

Entonces viene lo mejor, en la peliculita, claro está. Voy al banco, a ese que hace unos años me hizo la vida de cuadritos, a ese que ha perseguido tipo cacería a unas cuantas amigas. A ese banco es el que voy.

Entro vestida, impecablemente... chaqueta y pantalón en tonalidad hueso (es mi película y me visto como yo quiero), carterón negro, tacos en combinación, moño repelado en la nuca, espejuelos, y bembas pintadas de rojo moretón.

Llevo el cheque en la mano y una gotita casi invisible de sangre resbala por la comisura de mis labios. Voy donde el gerente y le digo que quiero hacer un depósito “grande”. Se lo digo bajito para darme el gusto de que no escuche bien y me pregunte otra vez. El gerente ve el numerito escrito en el cheque y convoca de inmediato a un tropel de alcahuetes que aparecen por arte de magia.

Chachoooooo, nos mandan a sentarnos en una oficina, nos ofrecen café, es más, hasta se ofrecen a abanicarme la calentura de la menopausia. Miro a mi marido (imposible dejarlo fuera de este peliculón), guapísimo por cierto, con su camisa blanca arremangada, su cabello salpimentado, sus espejuelos. Nos disfrutamos el momento, la lambonería, diatre, somos casi los dueños del banco.

Los empleados vienen y van como hormigas buscando encontrarse con nuestra mirada para detectar si necesitamos algo, si pueden complacernos. Depositamos nuestro dinero en una transacción que se hace laaaargaaaaa -digo, es un montón de chavos- pero placentera porque no estamos en la fila hacia el counter, ni en las sillas de la salita. Estamos en la privacidad de la oficina del más que manda sintiéndonos que somos nosotros los más que mandamos.

Regresamos a los tres días, otra vez magníficamente ataviados, y salaaaa mayaaaaa, casi salen disparados a buscar un canto ‘e alfombra roja para tendernos el red carpet. Seguramente, nos tienen de sorpresa la banda municipal y las batuteras. Tiru riru riru riru riru rap pa, tiru rap pa, tiru raaaaaa. Entramos directo a la oficina del gerente, quien literalmente, corre hacia nosotros como en cámara lenta; hasta creo que quiere abrazarnos.

“¿Qué se les ofrece?”, nos pregunta el gerente que, a fin de cuentas, no tiene la culpa de nada. “Retirar el dinero”, le digo casi relamiéndome, pero muy fina yo.

“¿Qué cantidad quieren retirar los señores?”. Entonces escucho las trompetas, el arpa, la musiquita de fondo de las telenovelas: ta ta ta taaaaannnnn.

“Todo”, le digo con pronunciación perfecta y agarrada de la mano de mi marido porque coño, esta venganza es de los dos.

El pobre gerente, quien insisto, no tiene culpa de nada, parece que sufre un vahído. Pierde el color y se le pone la piel como la de las salamandras. Las bolas de los ojos se le van a blanco, le comienza a correr sudor por la frente.

“¿Todo?”, pregunta y tal parece que le cambió la voz, que ahora tiene un tono más agudo. Quiere llorar, quiere llorar, quiere llorar…

“Sí”, le digo apretando la mano de mi esposito, casi clavándole mis tucos de uñas, “y por favor, lo quiero en cash”.