Por poco le espeto los dientes al guía cuando escuché, proveniente del asiento posterior, la voz chillona que tenía uno de mis hijos en su época preadolescente. “Ma’, hablemos de sexo”. Y su hermano gemelo lo secundó.

Eleta y fría, así quedé. Vamos, que me sentí mareada y hasta se me adormecieron las piernas. Recorríamos el trayecto desde el colegio hasta la casa, un tramo de distancia y espacio de tiempo que me encantaba porque me permitía estar a solas con ellos dentro de la privacidad de mi guagua. Con mis hijas fue igual. Esa tarea de recogerlas a la escuela era perfecta para estar a solas con ellas. Tiempo de calidad. Las madres atesoramos esos instantes porque podemos dialogar, preguntar -por naturaleza somos preguntonas y averiguás- aclarar y compartir fuera de cualquier presión externa.

“Hablemos pues. ¿Qué quieres saber?”, le contesté muerta de miedo, pero decidida a proveerle a mis hijos la información necesaria para su desarrollo, crecimiento y sobre todo, su bienestar. En adelante entramos en una conversación que pa’ qué les cuento. Preguntaban detalles, querían saberlo todo. ¡Y con razón! Ya estaban entrando a ese tramo, a esa arena movediza que se atraviesa antes de aterrizar en la adolescencia, cuando se activan todas las hormonas y la curiosidad se pone en high.

De la risa de ellos a mi asombro, del asombro de ellos a mi susto, así fuimos hablando lo que teníamos que hablar. Confieso que en par de momentos gagueé y hasta sentí ajoguillo. Pero me compuse y pa’ encima.

Aproveché para cantaletearles con amor sobre el respeto imperativo de los nenes a las nenas, pero igualmente les informé que a los nenes hay que respetarlos también. La norma sobre el respeto es sencilla, les dije, funciona de ambos lados, de aquí pa’llá y de allá pa’cá. Les expliqué la importancia de manejar las emociones, de llorar bajo la ducha, morder la almohada, gritar en privado y sujetarse las manos… todo con tal de dominar ese coraje que puede nublarles la mente, escaparse del cuerpo y tornarse violento.

Esa es una de las tareas más difíciles que tenemos los padres: hablar. Parir y criar cuatro hijos me confiere suficiente experiencia para afirmar que no hay labor más imprescindible que la de educar sobre los asuntos de la vida. ¿Que es difícil? Pues, sí. Pero no podemos quedarnos trincos y mucho menos mudos. Somos su más valiosa enciclopedia y saciar sus inquietudes y curiosidades es nuestra responsabilidad. Punto. Si algo no sabemos, lo buscaremos. Y le aseguro que, guiados por el amor, encontraremos en nuestro cerebro la forma correcta de expresarnos y abordar cada tema de acuerdo a su edad y capacidad.

En mi adolescencia no era así. No nos explicaban. Supongo que por pudor, mi santa madre nunca me habló de algunos temas. Estoy segura que para ella resultaban escabrosos, porque tampoco a ella le hablaron sus padres. No creo que faltaban las ganas o la información, es que simplemente no se hablaba. Afortunadamente, a nuestra generación el tiempo nos abrió el entendimiento y la bocaza para enfrentar esos diálogos que a veces son divertidos y otras, muy amargos.

Es incómodo, pero es necesario. Así. Tal cual. Sexo saludable, la muerte, el impacto de las enfermedades, el divorcio, las injusticias que ocurren todos los días, el peligro de las drogas… son temas crudos, pero hay que abordarlos. La responsabilidad es nuestra, de nadie más. Okey, la escuela ayuda, pero es eso, una ayuda. Padres y madres no debemos esquivar ese deber que puede hacer la diferencia. Hablemos pues…