Caminábamos en filita india, larga y lenta, con los brazos extendidos y las manos colocadas en los hombros de quien iba al frente. El pasillo de la escuela elemental Ángel Ramos parecía no tener fin en la ruta que conducía al salón donde nos vacunarían. En aquella época, nos inyectaban con una pistoleta grande y de hierro, aunque seguramente era pequeñita porque la mente exagera los recuerdos.

Algunos niños y niñas salían del salón con lagrimitas. Otros, valientes ellas y ellos, terminaban el procedimiento y se paseaban sonrientes, conversando entre risitas, como si nada. Yo iba llorando, intentando con poco éxito suprimir los pucheros que se me escapaban a consecuencia del terror. Lloraba de ida y lloraba de vuelta de aquel salón en el que nos esperaban un doctor y una enfermera para espetarnos la vacuna que fuera, la que tocara. La pistola emitía un sonido seco y el puyazo ocurría rápido.

Siempre le he tenido pavor a las agujas, a las inyecciones. Le huyo como “el diablo a la cruz”. Tan grande y tan gorda y quedo reducida frente a ese filamento de metal tan finitito. Me minimizo. La peor experiencia fue con las agujetas larguísimas con las que realizan el procedimiento de la amniocentesis, un estudio mediante el cual te retiran una muestra de líquido amniótico del útero para analizar y poder diagnosticar ciertos trastornos genéticos, defectos congénitos y otros problemas de salud que puede tener el feto durante el embarazo. La mía fue doble, por ser de gemelos. Menos mal que la maternidad llega con una buena dosis de valentía y uno por los hijos hace lo que sea.

Hace dos años, antes de nacer mi nieta Catalina, el pediatra sentenció que teníamos que vacunarnos contra la influenza y el tétano -además de las dosis contra el Covid, claro está- para poder acercarnos a la niña cuando naciera. Raudos y veloces salimos corriendo mi marido, mis otros tres hijos y yo a vacunarnos. Amarré mis miedos bien, pero que bien amarrados, con tal de estar lista para esa criaturita que nació justo en medio de la pandemia y que significa para nosotros la mayor bendición. Así que sin chistar ofrecí mi brazo y me encomendé a los ángeles y los santos para que la enfermera me puyara con lo que fuera necesario para poder abrazar a mi primera nieta.

Esta semana me puse nuevamente la de la influenza, animada por la empleada de la farmacia que, justo al momento de pagar mi compra, en la caja registradora, me recitó el menú de vacunas que se ofrecen: tétano, culebrilla, influenza, pulmonía, refuerzos del Covid. ¡Válgame Dios, cuánta vacuna en nuestras vidas! Hace poco escuché que hay una para el dengue y ya han anunciado un nuevo refuerzo contra el Covid -que no acaba de irse y dejarnos en paz-, a la que van llamando “cariñosamente” la quinta.

Habrá que puyarse otra vez si es que queremos evitar que la cosa esa nos ataque de nuevo. La vacuna símica, o sea, la del mono, es asunto aparte. Esa la administran -si no me equivoco- en centros de vacunación especializados. Pero se suma al listón que tenemos que ir marcando para proteger nuestras vidas.

Hay quienes nunca han creído en las vacunas y que a partir de la pandemia se proclamaron totalmente en contra a viva voz. Y bueno, cada cual sabrá y tomará su decisión. Yo, por lo pronto, con tal de brincar y saltar un poco más en esta vida, me tragaré los miedos y me puyaré cuantas veces sea necesario. Si me sale un tercer ojo, pues… bregaré.