Fiu, uan, ñiong…fiu, uan, ñiong… Se me congeló el alma al escuchar a mi hijo lanzando sonidos extraños con voz de barítono cuando en la vida real es casi tenor. Pensé que se ahogaba, que se atragantaba, así que corrí hacia su cuarto decidida a salvarlo. Abrí la puerta de sopetón - con actitud de heroína de Marvel - haciendo un ridículo de alta categoría al aterrizar en medio de una clase virtual de mandarín que tomaba como electiva de la universidad.

Tras la patética actuación de madre histérica, sentí contentura porque Sai Anlong -que así se dice Antonio en esa lengua extraña- podría enseñarme un par de palabras para entenderme con quien sea en el idioma de ese país lejano si acaso lo necesitara.

“Nueva normalidad” le llaman a estos tiempos raros que vivimos hace dos años. Y a mí me gustaría saber a quién se le ocurrió afirmar que este brete tiene algo de normal. Así que hago el máximo esfuerzo para trabajar en medio de esa “normalidad” que me tiene harta y me retuerce los ovarios.

Me arrulla el estruendo de una máquina de lavado a presión desde una casa cercana. Menos mal que hoy no se escuchan las cortadoras, ni el blower que sopla las hebras de grama, los perros no le ladran al truck de la basura, no hay claveteo intenso y lo peor: los taladros que de lejos le taladran el cerebro a quienes laboramos desde casa.

Vengo batallando con los ruidos desde hace diecisiete años, cuando me enviaron a casa en esa modalidad bautizada como remoto y que no es remoto na’. No estarás de cuerpo presente, pero los aparatos que te permiten estar conectado te mantienen secuestrado y trabajando muchas veces hasta más tarde cuando has comenzado más temprano.

Iba dominando bastante la situación y hasta descubrí recovecos para funcionar con algo de silencio y tranquilidad. Como el walking closet, por ejemplo, que se consagró como el espacio perfecto para tomar una reunión.

Entonces, gracias al detestable virus, se instalaron en mi casa mi marido -plantando su oficina en la que antes era una cristalina mesa de comedor- y mis dos hijos, cada cual estudiando en su habitación. De golpe y porrazo me enfrenté a la pérdida de mi soledad y al incremento de los ruidos. Dentro de lo negativo, lo positivo: mi marido ha visto a la luz del día los remiendos que necesita la casa. O sea, que esposita no cantaleteaba por jodeína.

El primer día se atrevieron a preguntar qué almorzarían. “Caldo seco con bolas de viento”, les contesté. “Yo, con suerte, me resuelvo con algún sandwichito”.

Pero bueno por ahí voy, intentando, como todos, sobrevivir este episodio tan tétrico de nuestra historia, evitando dar besos sona’os y apreta’os, saludando a codazos y puñitos, y quizás, de chiripa, abrazando por unos segundos con la cara de medio ganchete y la mascarilla bien apretada.

Intentando, dije, porque está duro acostumbrarse a que, como dice la mayoría de los científicos y otros cachanchanes de la medicina, esta nueva normalidad nos acompañe hasta sabrá Dios cuando, y a que cada Orden Ejecutiva se convierta en la telenovela del día. La curva sube, la curva baja, y uno por error se relaja… entonces aparece otra variante en la sínsora planetaria y regresamos a esta montaña rusa en la que permanecemos quietecitos, en pausa, como cuando esperábamos la próxima réplica de los temblores que nos azotaron.

Habrá que inhalar profundo, tan profundo como los pulmones de cada cual lo permitan, y exhalar un buen carajo.