Mi abuela rezó el rosario dos veces al día todos los días de su vida. El primero era a las cinco de la mañana, luego de poner a hervir la olla con harina de café que colaba en una media que en principio era blanca y con el tiempo se curtía. Se sentaba a tomarlo -negro y sin azúcar- en el sillón que ocupaba una esquina de la pequeña salita de la casa de Country Club, a la que se mudaron desde Barranquitas porque mi abuelo, policía, fue transferido del campo a la ciudad. O como ellos decían, a la losa.

Rezaba el primer rosario sin mirar las cuentas de madera y recitando todas las oraciones - letanías incluidas - de memoria y con asombrosa parsimonia. A las ocho de la noche se acostaba - como dice el refrán, con las gallinas - no sin antes rezar el segundo del día. En ese se tardaba un poco más, sospecho que porque incluía una oración para el perdón por los pecados y una lista bastante larga con nuestros nombres encomendados.

Nunca recé el rosario con mi abuela. No aprendí siquiera cuando de adolescente me metí en cuanto coro y club juvenil existía en la iglesia, que era donde socializábamos porque no había edad para parrandear y mucho menos para discotecas. Estábamos a años luz de la era digital, así que no existían los teléfonos móbiles, las plataformas de streaming, y la redes sociales eran las que formabas con tus vecinos y compañeros de escuela.

Pero en el 2005 me tocó. Sí, me tocó rezarlo, o por lo menos intentarlo, en el lecho de muerte de mi madre. Lo cierto es que me nació del corazón recitarle esos rezos cuando me percaté de que ya se iba. Me acomodé a su lado, agarré su manita huesudita y me enfrenté a la tarea más difícil que he realizado en mis sesenta y un años: ayudarla a cruzar desde acá hasta allá. “Mamita linda, ¿ves la luz? Ve, camina hacia ella… te espera una mesa preciosa en la vida eterna”, fui diciéndole con la voz entrecortada y la garganta ahogada en las lágrimas más tristes que he llorado hasta hoy.

Le recé el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria con temblequeo en los labios y haciendo pucheros, como si a mis entonces cuarenta y cuatro todavía fuera una niña chiquita. Entonces mezclaba el Salve con el valle de los espíritus, frase que por alguna razón jamás olvidé. En fin, que recé un rosario inventado y enredado pero con el firme propósito de acompañar a mi mamita santa en ese tramo final.

Hoy en día lo rezo bien. Eché mano del rosario en la pandemia al darme cuenta de que tenía que sostenerme de la FE para sobrevivir el miedo espantoso que me atacó y que amenazaba con despedazarme pensando en mis hijas, mis hijos, mi esposo, mi nieta por nacer, mi familia , amigos, vecinos, comunidad y todo Puerto Rico. Rezando esquivé la posibilidad de los ataques de pánico y biocos extraños. Tuve la suerte de que un grupo de mi vecindario se reúne los miércoles a rezar, cada cual en su silla y a distancia en el parquesito. Acepté la invitación y desde entonces voy y me entero de quién está mal -y hasta de quién no está ya- cuando al principio se hacen los ofrecimientos.

A mucha gente le sorprende que rezo. Supongo que no conciben que alguien que rece también guste de la cava y el whiskicito. Pero sólo Dios conoce mi corazón -y el de ustedes- y sabe que tenemos buena intención.