Sentada sobre el counter de la cocina, mientras la sostengo con cuidado, mi nietecita estira su brazo hasta alcanzar un guineo con la punta de los dedos. Logra atraparlo con su manita y me lo da para que le quite la cáscara a esa fruta que le gusta tanto. La come con unas ganas que dan envidia, saboreando cada pedacito mientras yo la miro con esa satisfacción que sentimos las abuelas cuando vemos comer con gusto a los nietos. Un placer oculto me invade porque, en estos tiempos de escasez e inflación, hemos podido comprarle esos guineítos que hasta hace poco estuvieron prohibidos por su ausencia o por el precio.

Ella no sabe de eso, y mucho menos que las cinco bolsitas que trajeron sus abuelos del supermercado costaron nada más y nada menos que $469.85. Un dineral, una barbaridad.

Y no crea usted que dentro de esas bolsas había un filete mignon o alguna de esas piezas de carne de origen escocés y de reconocimiento mundial por su marmoleado y sabor intenso, a la que llaman agnus beef. No, no. Los únicos lujos dentro de las bolsas eran varias de libras de bistec y un par de latas de corned beef, que son en estos días toda una delicadeza para el paladar. Especialmente el corned beef, que tanto nos gusta a los puertorriqueños y que ya no es “comida de pobre” como le llamaban antes, sino que por el precio de cada latita podemos considerarle manjar de ricos.

Hacer la compra se ha convertido en un ejercicio espiritual para el cual hay que desarrollar estámina, o sea, fortaleza física para el aguante y sacar a pasear la fe. ¡Válgame Dios! Los precios están como decía Buzz Lightyear, “hasta el infinito y más allá”, y en cada góndola hay un producto -por no decir unos cuantos- que nos desencaja la quijada. Tengo amigas que van en expedición tipo Indiana Jones, de mercado en mercado, para adquirir lo que necesitan en precio especial. De esa manera pueden abastecer la canasta familiar y a la vez tener un ahorrito. Buscan las ofertas en los suplementos de cada establecimiento -que antes venían impresas en los periódicos y ahora se obtienen en formato digital-, marcan los productos y trazan su ruta. Terminan agotadas, no faltaba más, después de ese tour que realizan con todo el propósito de comprar al mejor precio, para su canasta familiar. Yo no tengo esa paciencia y mucho menos el tiempo. Lo más que puedo hacer es desarrollar alguna destreza para ajustar la lista de víveres y comprar en el supermercado sin que nos dé un soponcio que nos mande de cabeza y vacaciones al hospital.

Los del medio llevamos una carga pesadísima. Se nos está doblando la espalda con tanto peso que nos echan encima. Impuesto por aquí, impuesto por allá, impuesto por delante e impuesto por detrás. Servimos para pagar, pero no para recibir. Arrastramos el despelote económico del país y a la hora de la verdad somos el eslabón perdido, el inexistente. Bueno, hasta que de pagar se trata, ahí somos los más visibles. Somos, literalmente, el jamón del sandwich, pero no una lazca gruesa, sino una tajada bien, pero que bien finita.

Y para colmo, la compra… ¡coño, qué cara está!