Había olvidado cuán lentas, largas y anchas se hacen las horas en una graduación, especialmente cuando son al aire libre, a 86 grados de calor que se sienten como 120, y bajo una blanca capa de ese polvillo antipático que nos llega desde la sínsora de 9.2 millones de kilómetros bautizado como el desierto del Sahara.

Bajo el paraguas negro y viejo que compré hace años y que cuido con el alma, marido, uno de mis hijos y yo, sancochados por el vaporizo, esperamos pacientemente a que comenzara la ceremonia que graduaría 1,039 estudiantes.

En silencio y desde mi corazón, bendije a quien inventó un aparatito moderno y monino que se ha convertido en mi mejor amigo. Es un abaniquito que se coloca en el cuello y que dispara tres velocidades de aire para refrescarte la cara. Vamos, que no te sopla como a Paulina, pero alguna greña te mueve.

Una sábana de sillas blancas apostadas sobre la grama del campo de fútbol sostenía miles de almas congregadas en la celebración. El protocolo dictaba sólo tres invitados por graduado, por lo que nuestra familia asistió a mitad y los restantes vieron la transmisión fresquitos y comoditos desde la casa. Gracias a mi amiga Marissa, tuvimos sillas. Llegó varias horas antes, separó los asientos y me esperó bajo una sombrilla anaranjado chillón y de papel -de esas chinas - que le regalaron en un una despedida de soltera y que la salvó del sol.

Tres tarimas colocadas a izquierda, centro y derecha del campo bajo carpas se interponían entre todos nosotros y los graduandos. Desde ellas, tres camarógrafos captaban imágenes que pasaban por dos pantallas. Nosotros veíamos todo lejos y diminuto. Por suerte, pude colarme hacia un espacito al frente durante los minutos en que mi hijo desfiló para gritarle y tomarle un vídeo. Me bebí las lágrimas, bueno, mentira, las lágrimas mojaron mi mascarilla mientras el tercero de mis hijos -tercero porque fue el primer gemelo en salir de mi barriga- desfilaba hacia su silla. Empecé a llorar desde que de las bocinas brotó esa música que se usa para marchar.

Soy una madre expresiva y hasta ridícula, pero por suerte estaba rodeada de otras madres tan expresivas y ridículas de amor como yo. Luego me reí bajo la mascarilla, cuando le vi en aquella toga ardiente, pero con su abanico enjorquetado en el cuello. Se lo llevó por no escuchar mi cantaleta y a fin de cuentas lo salvó de no desmayarse. En la fila, varias jovencitas preciosas con su toga y birrete, se balanceaban sobre unas tacas de cuatro pulgadas que iban desgarrando la grama.

Mi hijo fue el graduando 807, así que tuvimos 806 turnos para recordar todas las clases graduadas del 2022 que pasaron la salsa y el guayacán y el Niágara en bicicleta para poder estudiar. En medio de la escuela superior se enfrentaron al horror del huracán María, ya entrados en la universidad atravesaron la debacle de los terremotos y a mitad del bachillerato se toparon con el entrometido virus que se inmiscuyó en su experiencia universitaria y los mandó a estudiar desde la casa. Como corona final, el Sahara les envió varias veces una nube espesa y blancuzca que, no faltaba más, apareció hasta en la graduación.

La Clase 2022 está compuesta por titanes, por jóvenes que han aprendido a desafiar los desmadres de la naturaleza y hasta saltar con pértiga el caos político y social. No tengo duda de que serán profesionales de primera, porque si algo saben estos muchachos y muchachas, es batallar. Sancochados, pero ¡graduados!