Todavía no es mi turno de tocarle la puerta a San Pedro. Sospecho que me quedan unos cuantos años más, digo, a juzgar por las casi metidas de pata que han podido empujarme a ese túnel que, según cuentan, conduce hasta el cielo.

A partir de los cuarenta fui dejando la vista por ahí enganchada en todo lo que han devorado mis ojos, enmarcados ya por ese párpado caído que se asemeja a un chicho. Así que no hubo más remedio que vivir espejuelada, comprando modelos de todos los colores en carretones de gavetas apretujadas de los estilos que dicte la moda espejuelística.

Los oficiales, un modelito con las patas simulando carey recetados por la optómetra, los llevo solamente en asuntos oficiales, porque soy experta botándolos. Diatre, unos espejuelos recetados cuestan una semana de sueldo. Y si a usted se le ocurre optar por un estilo “metrojoyet” con cristales que no se rayan y que se oscurecen bajo el sol tipo gafa (pa’ que no vaya con el ceño engurruña’o y cara de enfado), prepárese para despedirse de la quincena.

Pues fíjese que los encargados de etiquetar las medicinas, productos de higiene y alimentos no se han enterado de que la población de Puerto Rico se ha vaciado de gente joven y que los adultos -entre ellos los que vamos espejuelados- somos cada vez más. Si no me equivoco, somos más de la mitad de la Isla entera. La tacañería -porque quiero imaginar que es estinchería y no maldad- les hace etiquetar con letras e instrucciones tan y tan chirriquitinas que para leerlas necesitamos, además, una lupa. Sí, una lupa. O sea, lente de espejuelos, lente de lupa y en ocasiones ni así vemos.

He estado a punto de tomarme una medicina vencida, porque la fecha de expiración es casi invisible. La colocan en el borde de la etiqueta, casi cayendo sobre el color caramelo clarito del pote. “Tómale una foto y la agrandas”, me sugirió una amiga. ¡Pero válgame Dios, a lo que hemos llegado! Y ni hablar de cuando agarro un frasco que no es mío. ¡Santo Cristo! Por eso les digo que no me toca todavía verme cara cara con Dios, a quien pienso pedirle que le alumbre el cerebro a los encargados del etiquetaje a ver si nos hacen la misericordia de aumentar el tamaño de la letra al rotular latas, potingues y frascos.

Y de los productos comestibles ni hablemos. Me la paso marcando la fecha de expiración en la parte superior de la lata y con un magic marker grueso y negro, no sea que por alimentar a mi familia termine ocasionándoles algún reperpero estomacal que les lleve al hospital.

Tan fácil que sería remediar el asunto añadiendo una pulgadita extra de etiqueta y acomodar una letra más grande. Pero vivimos en tiempos del “shrinkflation”, o sea, los tamaños se encogen y los precios se inflan. La lata de refresco adelgazó, el paquete de café se está deshidratando y el pote de detergente de lavar se encogió. Todo se ha reducido en este momento histórico que nos estrangula el bolsillo.

Pienso en los más viejitos, especialmente en los que tienen que resolver todo sin ayuda, solitos. Los imagino intentando leer las etiquetas de los productos, descifrar las instrucciones de los medicamentos. Haciendo un esfuerzo monumental con esos ojitos que están más cansados que los nuestros.

Ojalá que esta columna la lean quienes la tienen que leer, que el corazón se les ablande y añadan una pulgadita más. A fin de cuentas, a ellos también les tocará.