¡Es emocionante volver a estudiar! Me gradué de la universidad hace un chorrete de años, cuarenta para ser más precisa, así que me siento como una jueya bizca, perdida entre los vericuetos y enjambres de la modernidad educativa. Pero la ilusión me gana, y hasta me produce vahído -del bueno- enfrentarme a un reto que me obliga a enderezar mi tiempo, hacer espacio, y meterme de nariz en los libros, sean digitales o en papel.

Ya les compartiré más adelante sobre la materia que me ha motivado a regresar a clases en esta etapa de vida. Por lo pronto, intento adaptarme y adentrarme en este nuevo estilo de enseñanza, que incluye palabras que en mis años no se utilizaban. Como prontuario, por ejemplo, lo que llamábamos anotaciones. Copiábamos todo en una libreta que habíamos decorado con recortes de nuestros ídolos, ya fueran del mundo del entretenimiento o del deportivo. Los pegábamos con un trozo de ‘contact paper’ transparente que sobábamos hacia arriba y hacia abajo para eliminar las posibles burbujitas. Como mi habilidad para las manualidades es inexistente, las mías quedaban con sendas pompas que me entretenía explotando si acaso me aburría.

La clase es por Zoom, esa plataforma nacida en el 2011 que cobró popularidad hace un par de años cuando nos sentenciaron a trabajar enclaustrados, o sea, en casa encerrados. Se enciende la camarita, se activa el micro, se levanta la manita, se envía un dedito arriba, un corazón, se escribe en el chat. O sea, que hay que estar alerta para no trabarse. Lo mejor es que puedes asistir comodita -olvídate del qué me pongo- porque sólo te ven de la cintura hacia arriba, digo, a menos que te dé con ponerte de pie y hacer un papelón.

Tomé mi primera lección muy derechita y bien portadita. En la falda mi libreta, de carpeta dura y floreada, y de la que se desprende un sabroso olor a papel. A los veinte minutos descubrí que me resulta imposible estarme quieta, y entré en una batalla campal con la pierna que movía a las millas, el tic de virar el cuello, tocarme el pelo y vaya, que hasta picor sentía. Mi nivel de concentración es prácticamente cero y atender como se requiere es una gran lucha interna.

Siempre fui de inteligencia medianita, pero me metía de lleno en los libros -estofona nos llamaban antes- porque me gustaba sacar buenas notas para que mami se sintiera orgullosa y, sobre todo, para que me dejara salir, porque siempre fui muy paticaliente y me metía en cuanta actividad extracurricular aparecía. Sacar una A conllevaba que me dieran permiso para parisear -los de marquesina eran los mejores- y en aquellos días en que los avances tecnológicos que ahora ocupan nuestro tiempo no existían, parisear era lo máximo.

Pero siguiendo con el cuento, en la primera clase descubrí, además, que de tanto tecletear se me ha perdido la letra cursiva, tan bonita y de rabitos. Ahora lo que produce mi cerebro son garabatos que parecen hechos por mi nieta y tan enredados que luego me cuesta entenderlos.

Módulos, competencias, sistemas, desafíos, aplicaciones, ya les digo, ando perdida en esos caminos de Dios, pero totalmente decidida a retomar el hábito de estudiar. Nunca es tarde para hacerlo. No importa la edad, siempre hay espacio para aprender, para crecer en conocimiento, para sumarle a lo que sabes ya, para educarte en una nueva disciplina. ¿Que resulta complicado? Pues sí. Pero por ahí vamos… por ahí vamos.