Remojé las cotitas en una palangana con agua, jabón y unas cuantas gotitas de limón, froté con sal las manchitas dejadas por el tiempo, las enjuagué y las tendí al sol para luego plancharlas al vapor.

Me impresionó la parsimonia con la que logré preparar las diminutas piezas para la llegada de mi segunda nieta. Hasta lloré al pensar que la mayoría de esas camisitas de estopilla blanca fueron confeccionadas por las manitas arrugadas de mi abuelita, quien sería su tatarabuela.

En medio del reguerete que vivimos, la abuelitud me ha enfrentado al lado tierno de la vida, a las tareas que se realizan con delicadeza y con un amor especial y emocionante que se apodera de nuestro espíritu ante la llegada de una nueva criatura a la familia. Se ensancha la falda, se pompea el corazón y caemos en cuenta de que la capacidad de amar es inmensa y sin fin.

Entonces las abuelas -y los abuelos también, porque no podemos dejarlos fuera- comenzamos a vivir otra vez, a disfrutar de la mirada limpia con la que llegan los bebés, a rebobinar canciones y juegos en nuestra mente para aplicarlos con ellos. Es una aventura mágica que, además, nos regala ilusión y esperanza. ¡Una maravilla! Apapachamos, consentimos, mimamos.

“Los disfrutamos, y lo mejor es que no nos toca la responsabilidad, allá los padres que críen”, se dice comúnmente.

Pues permítame decirle que no, querida lectora y querido lector, que la frase es un completo error y debemos descartarla con la promesa de que no la repetiremos jamás. La responsabilidad de criar no se acaba con los hijos; no, no se detiene. Al contrario, se extiende hacia los nietos y de ella no nos debemos zafar.

La abuelitud debe y tiene que ser combativa. Tan combativa como cuando protestamos por el alza de la luz o los amapuchos que sacuden el país. Así mismita. En estos tiempos en los que tanta desgracia arropa a la niñez, las abuelas y abuelos debemos velar por ellos tipo “Rambo”, con todas las armas -obviamente en sentido figurado- para protegerles y procurar su bienestar. Los padres sientan las pautas de la crianza, pero nos toca aconsejarlos. A fin de cuentas tenemos la experiencia, porque los criamos a ellos, y la sabiduría la adquirimos a punta de aciertos y errores. “No debí hacer esto… debí hacer aquello”, reflexionamos sobre los hijos. Pues el “no debí” y “el debí” aplíquelo con los nietos.

Precisamente, porque ya criamos, sabemos lo que tenemos que hacer. Y es simple y contundente: amarles, respetarles y protegerles.

Nuestro rol es de coprotagonistas de una vida en formación, y como tal, es nuestro deber inculcarles valores, animarles a aprender, fomentar los juegos de su edad, velar por su sana alimentación, por su educación, y procurar que crezcan en el ambiente más feliz posible.

¡Cuántas desgracias se hubieran evitado si los abuelos hubieran interferido! Y sí, es cierto que no queremos andar de metiches, de entrometidos, pero no podemos hacernos de la vista larga e ignorar que ese niño o niña sufre, que tiene la mirada triste, que no juega como los demás, que anda mal vestido, siempre enfermo, desnutrido, que no asiste a la escuela y lleva en la piel marcas que no debería llevar…

Vamos, que percatarse del sufrimiento de una criatura no requiere inteligencia, sino sagacidad.

Hay que tener ojo avizor, estar pendiente de cualquier síntoma que interfiera con la vida plena de estas criaturas. No, no podemos alejarnos y desentendernos. ¡Vamos! ¡Abuelitud combativa!