Tengo una amiga que navega a la perfección por las tripas de una red social especializada en la búsqueda de pareja, un ejercicio aparentemente muy de moda entre adultos solteros, divorciados y en la viudez.

Es una mujer sesentona, guapa, inteligente, profesional y sandunguera que, años después de divorciarse, ansía disfrutar de compañía. Es una experta, y el círculo de amigas nos atacamos de risa con sus cuentos y sobre todo con las estrategias que utiliza para cotejar el perfil sicológico del pretendiente de turno, no sea que se tope con una pesadilla sin vuelta atrás.

“Estás loca, es un peligro y puedes toparte con un pshyco”, le decimos horrorizadas, pero al mismo tiempo con un extraño sentido de admiración por lo valiente que es.

Ella nos tranquiliza informándonos que antes de aceptar una cita, siempre de día, en un lugar seguro y con Plan A y Plan B por si las moscas, vira el perfil del susodicho al derecho y al revés, sostiene largas conversaciones telefónicas con el oído aguzado para cualquier detalle extraño que se le zafe y realiza una búsqueda intensa y profunda por las plataformas de seguridad. O sea, que hace un “single”, un “doublé” y hasta un “triple background check”.

Como tantísimas mujeres, ella ya vivió el gran amor de su vida, ese que te produce un enamoramiento al punto de lo ridículo, con mariposas y cuanta libélula existe volando desenfrenadamente desde el estómago hasta el corazón.

Pero la soledad es dura, especialmente cuando se va entrando en cierta etapa, se sienten ganas de vivir y se tienen metas por lograr. No se trata exclusivamente de sexo, de citas bajo las sábanas, revolcones enmarañados y besos apasionados. Tampoco de relaciones estrictas y formales. Buscan un novio, una pareja, un compañero. Tú allá, yo acá y cuando así lo querramos, nos juntamos. Sin obligaciones, sin pretensiones excepto la de compartir un sentimiento nuevo, comprometido, pero no amarrado, el abrazo solidario, las conversaciones con vino o café, de disfrutar de la playa, de la lluvia, de los paseos por el campo y hasta de un domingo de bacalaítos y alcapurrias.

Y en el sentido menos poético, pero realista, la mano que te agarra fuerte durante el azote de un huracán y otros miedos, la colaboración en las tareas del hogar, y por ahí pa’ bajo.

La soledad aprieta a miles de seres. Es dura, física y emocional. Algunos la escogen porque la libertad y el desamarre les sienta de maravilla. Atrás quedaron las responsabilidades y de frente aparecen las aventuras. Viven felices.

Otros, me atrevería a decir que los más, sienten una necesidad honda y asfixiante de contar con alguien al lado mientras se atraviesa la madurez y la vejez, etapa que puede ser sabrosa y excitante, pero en su caso, triste y desafiante.

En Puerto Rico, según una encuesta que encontré, 310,500 personas viven solas y el 60% son mujeres, 51% de ellas entre los 60 y 79 años. Teniendo los datos de frente, me resulta imposible criticar a las que, como esa mujer que conozco, invierten tiempo y energía en recorrer los vericuetos de las plataformas que ofrecen alternativas.

Supongo que, en el peor de los casos, por lo menos reirán a carcajadas en el proceso de hurgar y ver -en la mesa de un almuerzo con sus amigas- los prospectos que les aparecen. Y la risa, con o sin novio, siempre es una buena compañía.