En el instante en que escribimos el primer mensaje de texto nos chavamos. Fritas y fritos quedamos. Entramos a ese nuevo y extraño mundo en el que, en vez de comunicarnos pronunciando palabras por nuestra santa boca, lo hacemos presionando las diminutas teclas –ajenas al calor humano que emite nuestro aliento en el ejercicio básico y natural de hablar– de un teléfono que, de acuerdo a los estándares tecnológicos, es inteligente.

Pa’ colmo de males, ahora escribimos tres letras y el sistema adivina, zumbándonos la palabra que cree que queremos escribir, lo que en muchos casos resulta un enredo y un disparate.

Seguramente, además, todos hemos grabado mensajes de voz o videos que salen disparados a viajar por ondas invisibles. Y lo peor, nos iniciamos en la costumbre de enviar muñequitos a los que llaman emoticones, creados para “representar” expresiones faciales y hasta sentimientos y opiniones. O sea, que los muñequitos se expresan por ti y por mí.

Hemos entrado en un estado de vagancia tal -vagancia mode, le dirían los jóvenes– que optamos por ahorrarnos unos segundos de tiempo y de energía. Es un horror. A mí casi se me olvida mi letra cursiva, tan linda, larguita y con rabitos, porque todo lo tecleteo en la computadora al punto de que ni siquiera necesito mirar.

Tanto trabajo que pasamos para aprender y ahí está la letra, en el zafacón del olvido. Tan lindas que eran las cartas. Recibirlas era una emoción que te hacía esperar con ansias al cartero o brincar al encontrarlas en el buzón… Ese tucutucu era solamente comparable a cuando te llegaban los rechonchos catálogos de Sears o Spiegel, que hasta sentías que los amabas.

Tan fantástico que era tirarse al piso, halar el cable enrollado del teléfono para hablar durante horas con alguien. Tan maravilloso que era sentarse a vaciar las incidencias del día en un diario, o escribir una carta que a veces contenía en sus páginas algún aroma a perfume o la huella de una lágrima.

La comunicación moderna es fría y estreñida. Todo por texto, por whatsapp, telegram, o algún post. Ni hablar de los “inbox” que tienen todas las plataformas y que te provocan un estado de locura porque para leerlos tienes que entrar por aquí o por allá, siempre por recovecos que te conducen a ese espacio, ese aposento de mensajes. Estamos tan pegados a las formas modernas como lo están los bebés a los senos de la madre.

Esta misma semana visité un doctor. La sala estaba llena de mujeres… silencio total, ninguna hablaba, todas “escroleando” la pantalla. ¡Válgame Dios! Antes hasta amistades se hacían en las chácharas que se montaban en las oficinas médicas.

Desapegarnos del nuevo estilo de comunicación conlleva un ejercicio espiritual que requiere decisión y concentración. El pegote es tanto que hace poco quedamos todos eletos, suspendidos en el aire y navegando en un limbo mental, porque Facebook e Instagram cayeron a nivel mundial.

Hacer una cita médica, pedir reembolso en tal línea aérea y hasta reservar una mesa en un restaurante conlleva una plática robótica con algún asistente virtual que te bombardea con preguntas generales formuladas para que te canses en el proceso y cuelgues la llamada, no sin antes obligarte a marcar semáforos, carreteras o cualquier otra vaina para demostrarle que no eres un robot.

Poco falta para que votemos con emoticones, con caritas tristes, felices o enojadas, brazos haciendo fuerza o manos en oración.