La muerte me tiene bien encocoraíta, bien enojá. Con tantos mequetrefes, bribones y sinvergüenzas que andan por ahí, a ella le da por arrasar con los buenos, los nobles y decentes que en vez de morir deberían quedarse porque acá hacen falta cada vez más. Seguramente le ha pasado a usted también que no se explica cómo ha partido tal o cual persona, gente maravillosa, de esas con quienes vale la pena convivir, mientras tantos charlatanes andan pululando carifrescos y caripelados por ahí. No, si es que yo le digo que hasta coraje da que se vaya aquel y que se quede tal.

Y cada vez que un ser querido o conocido se va, me asalta la misma pregunta: ¿a dónde van? ¿cómo será el cielo? Llámele usted cielo o espacio, lo cierto es que la muerte es una zona de misterio que nos vuela la cabeza pensando a dónde marchan las almas buenas y qué lugarcito le tienen reservado a las malas, digo, si es que es así.

Habiendo partido un familiar nuestro esta semana, me aferro a la idea de que todo ser humano bueno se convierte en algo así como una nubecita preciosa, suave y transparentona que asciende liviana y alegre hacia un lugar lleno de luz y de paz en el que se reencuentra con sus seres queridos que han partido antes. Debe ser un espacio lindo, radiante, con colores espectaculares, con un clima cálido y desde donde pueden asomarse a echarle un vistazo a la gente que dejan acá abajo. De repente - sigo imaginando - se convierte en un ángel, en un pajarito o hasta en una libélula para revolotear por el marco terrenal y proteger a los suyos. Quizás - y sigue mi imaginación corriendo - se convierten en una de esas estrellas que adornan la noche con un brillo especial y a las que mucha gente observa tendido en la hierba alcanzando un estado de paz tal, que provoca una conversación mental.

Acá abajo se les extraña, se les sigue amando y respetando, y se inicia un proceso de recuperación que puede tomar días, meses o hasta años. Liberarse del golpetazo de dolor es una tarea compleja, pero muchos lo hemos conseguido, aunque sea un poquito, y hemos continuado viviendo con ellos, a sabiendas de que están, pero en otro plano. El dolor, y lo digo por experiencia, no desaparece, no se esfuma, no se va; se queda pegado al cuerpo como la carne al hueso. Se aprende a convivir con el dolor como con esos golpes que duelen, que están ahí, pero que no nos impiden continuar.

Imagino - y sigo - que para los malos, patanes y perversos - ellos y ellas - tiene por obligación que existir una caldera hirviente en la que sumerjan sus maldades y pecados y en la que dejen el pellejo en carne viva por aquello de la penitencia. Son muchos los que deberían estar ahí, remojados en el fuego ardiente, con el cuerpo derritiéndose con esa quemazón que se han ganado. Pero antes de entrar en ese suplicio deberían convertirse en gárgolas espantosas y chillonas - alas rotas, nariz torcida y orejas puntiagudas - y enfrentarse a un espejo gigante para que sufran al ver su monstruosidad.

Pero bueno, por fortuna no me toca a mí seleccionar quién va para aquí y quien va para allá, porque los del allá serían bastantes. Por lo pronto, quedo encocoraíta y enojá con la muerte, que lastima familias y entornos de amistad, llevándose a quienes debería dejar, a los buenos de verdad. Descanso eterno para ellos.