Catalina se sienta en su mesa redonda, de plástico resistente a niños, abre un cuaderno con dibujos para pintar y agarra con sus deditos un pincel pequeñito que sumerge en un cubo redondo, diminuto, con pintura de acuarela de intenso color azul.

Poco a poco va pintando con la destreza que le permiten sus dos años y medio. El embarre es inminente e inevitable, viene por ahí, en unos minutos. Será la mesa, el libro, la pared, las manos, la cara y todo lo que irremediablemente irá tocando. Pero mamá ha tomado las precauciones necesarias y está lista para remediarlo y continuar con su trabajo.

Es duro trabajar con ellos en casa. Por experiencia propia les digo que hay que hacer un esfuerzo mental monumental para concentrarse en hacer bien el trabajo mientras se les atiende con amor y se les entretiene como merecen. Se pasa las de Caín y se sufre por dentro, porque el miedo a fallar en la tarea profesional nos asusta constantemente.

Por fortuna, mi hija puede trabajar un par de días de la semana en remoto, la modalidad que de alguna manera les salva el pellejo a las miles de madres que no cuentan con recursos para el cuido de sus hijas e hijos durante esta última semana de julio y hasta el comienzo de clases. Papá trabaja fuera y los abuelos ayudan, pero también trabajamos, porque el retiro se ve muy lejos.

Los campamentos de verano llegan a su fin en los centros educativos -cuidos y escuelitas- que los ofrecen. Los maestros y el personal necesitan estos días de descanso y de preparación para el cercano inicio escolar. Es justo y necesario. Entonces, para quienes no pueden trabajar desde la casa la semana es un suplicio, porque tienen que buscar una ayuda que no se sabe si aparecerá.

Lo recuerdo perfectamente. Hacía marometas para trabajar -dada la supuesta libertad del estilo por cuenta propia- mientras mis hijas corrían, gritaban, reían y brincaban por todos los rincones de la casa.

Para atender llamadas, halaba el cordón del teléfono -los celulares no existían en aquellos tiempos- y me metía en el baño para que no se escuchara el ruido. Las velaba por una rendija mientras atendía la llamada y las veía tirar hacia arriba el cereal como si fuera confeti, descuartizar la caja y atacarse de la risa.

Años más tarde, mis hijos varones amenazaban con comerse hasta las puertas de la nevera, que menos mal era de stainless steel. La comedera era impresionante y comenzaba desde que abrían los ojos en la mañana. Así que atendí reuniones vía telefónica mientras estaba instalada frente a la estufa preparándoles pailas de comida, todo con tal de que no se llenaran la panza de porquerías.

Así las cosas, el primer día de clases me producía un placer extraño y descontrolado. Tendría un descanso del “má, má, má” y podría regresar a la normalidad trabajadurística. Queríamos ir a la escuela con las batuteras, tiruriru riruriru riru uap ah, con vejigantes y hasta comefuegos. Nos deleitábamos con la textura crujiente del uniforme nuevo planchado, el brillo de los zapatos y hasta con los lápices afilados.

Es la realidad que hemos vivido miles de mujeres profesionales y la de miles más que la viven hoy. Son pocas las empresas que atienden esta situación que se repite anualmente y que causa un estrés, precisamente, de madre. Algunas proveen cuido en un área del edificio, pero las más, ni caso le hacen a esta realidad.