Gisselle es una mujer feliz. Y no se trata de que haya llenado a capacidad el Coca Cola Music Hall con miles de seguidores que bailotearon merengue toda la noche disfrutando a rabiar de la ristra de éxitos que se disparó. Tampoco por haber logrado un espectáculo completo -de principio a fin- en visuales y contenido, con todos los detalles perfectamente atornillados. No lo es porque sea una actriz cotizada que ha demostrado su talento en las tablas. Ni porque su fajazón se haya traducido a su triunfo como empresaria. Por supuesto que estos logros le provocan inmensa alegría, pero ella es feliz porque decidió serlo. Así de sencillo.

A sus cincuenta y tantos -los tantos aún no alcanzan la mitad- la artista luce una figura admirable, una piel envidiable y un rostro hermoso. Se ve espectacular. Y tres carambas le importa contar que hay unos cuantitos pespuntes y trutrús en el mapamundi de su cuerpo. Coqueta y pizpiretona se encarama en unas tacas que a muchas nos producirían un vahído, pero ella ahí, dominándolas, bailando como Tongolele en sus buenos tiempos y sin un tropezoncito.

¿La voz? Pues mire usted que la tiene intacta, tan nítida como cuando comenzó su carrera, así que la pasea desde el merengue hasta la balada mientras la gente se esgalilla con ella.

Los dramas quedaron atrás, acompañados de las opiniones y el qué dirán. Gisselle hace lo que quiere porque sí, porque tiene derecho, porque está enfocada en complacerse, porque la vida la ha llevado por algunos tramos duros y amargos que ha podido superar y en los que aprovechó para coleccionar lecciones que le han convertido en un alma madura y realizada.

Y así lo predica, a boca de jarro, en las entrevistas que quedan plasmadas para el interés y la curiosidad del público y en las chácharas que sostiene con quienes componemos su entorno de amistad. Lo que le suma, le aporta, le enseña y la engrandece lo abraza apretao y con fuerza… lo que le resta, le quita la paz o intenta lacerarla, lo manda al carajo, feliz.

Me atrevo a decir que así les pasa a muchas mujeres. Llegada la madurez, a las puertas de la tercera edad -como le llaman por ahí- abrimos los ojos como dos bolas gigantes y vemos, quizás por primera vez, el tiempo que hemos perdido en tonterías y sandeces. En la suma y en la resta es mayor la cantidad de tiempo invertida en los demás, así que brincamos como resorte pensando en que “ahora es que es”.

Entonces, tras una reflexión seria y comprometida, respiramos profundo y nos zumbamos de cabeza a disfrutar del tiempo que nos queda -el que sea-, a vivir a plenitud y a entregarnos a las aventuras que en la primera y segunda edad se nos quedaron pendientes. Y como Gisselle, la consigna de todas es clarísima: ser feliz.

La edad engrandece. Es como un pompaso de oxígeno directo al espíritu. Las experiencias te moldean como a jarra en el torno del barro y te enseñan que detrás de cada machucón existe una enseñanza. Y, de repente, un fantástico día, te miras al espejo y ves a la verdadera mujer que hay en ti: valiente, extraordinaria, sandungona, buena, inteligente. Y cantas como la cantautora española Bebe: “hoy vas a ser la mujer, que te dé la gana de ser”.

Y las ganas son de ser feliz, feliz como Gisselle.