Confieso con la mano en el corazón que con los aguaceros torrenciales que nos enchumbaron el pasado viernes le pedí al universo que apareciera Noé con espacio en el arca para recogernos. Parecía una escena de película, autos atascados en una impresionante longaniza de tapón, conductores refugiados, carros navegando a troche y moche y trabajadores atrincherados en oficinas.

Los visuales dejaban boquiabierto a cualquiera. Las inundaciones eran dignas del más fortachón de los huracanes, pero no lo era. Tan pronto llovió por más de una hora se formaron las piscinas olímpicas, los ríos enfurecidos y los mares desquiciados. De alguna manera nos vamos acostumbrando y ya esperamos trincos y tiesos a que se desborden las aguas en cuanto cae un aguacero, al igual que esperamos que a la décima gota se vaya la luz.

Uno de mis hijos quedó varado en el edificio donde trabaja, junto a sus compañeros. Intentaron salir a tiempo, pero dio la mala pata que el chaparrón era tan torrencial que no podían salir con sus carros. Para colmo, el edificio se quedó sin electricidad, así que no habían ascensores y mucho menos luz dentro de las oficinas. El grupo se quedó casi a dormir en el vestíbulo, hasta que por obra y gracia de Dios, pudieron salir. Él tomó una ruta larguísima y llegó a casa casi chapoteando. A tono con mi cualidad de madre histérica, sufrí pensando que el grupo se quedaría a dormir sentados, con el culete aplastado en el piso duro, la espalda hacia la pared, sancochados por el calor y muertos del hambre.

Del tiro he pensado - y ojo, que no es mala idea - prepararle un bulto para el carro con una frisa pequeña, una botella de agua y hasta una lata de salchichas por si algún día le toca pernoctar en una de esas congestiones de tránsito descomunales que paralizan a miles en las carreteras. Sé que protestará y pensará que soy una ridícula, pero me importa tres pepinos, con tal de saber que si llegara el momento tendrá alguito para resolver en la emergencia. Hasta ganas me dan de ponerle un snorkel y unas chapaletas, y no solamente a él, sino a cada uno de mis hijos, para marido y para mí.

Deberíamos hacerlo todos, porque salimos en la mañana bajo un sol que nos rostiza y de repente, en la tarde, tenemos que buscar refugio o llegar a la casa nadando, o remando. En los países fríos, donde se derraman esas nevadas de pesadilla, mucha gente tiene mochilas de emergencia en los autos, con mantas térmicas de las que parecen de papel de aluminio, algo de comida, agua y hasta baterías externas. De esa manera pueden combatir el frío y el hambre cuando enfrentan el peligro de las carreteras congeladas que les obligan a detenerse para no sufrir un aparatoso accidente.

El año pasado, en un canal estadounidense, vi la historia de un matrimonio con dos niños que pasó la noche al borde de una avenida y pudieron sobrevivir porque tenían un bulto equipado.

El caos en nuestra isla es épico. Tal parece que los encargados de la planificación no planificaron nada, sino que construyeron a lo uipipío, sin pensar que cada centímetro de cemento debería ser más recio y ocupar el lugar correcto, que las alcantarillas deberían funcionar como un relojito y que durante todo el año hay que darle mantenimiento.

Todos los años escuchamos lo mismo, que se está haciendo un plan de un plan para un plan... ¡Bah! A este paso y con lo que se avecina por el cambio climático, estaremos glu, glu, glu.