Mi santa madre, una potoquita delgada, delicada y con voz de clarinete, trabajó en el sistema público de educación de este país toda su vida, comenzando como maestra y, a mitad de carrera, como directora (principal, le llaman).

Por varios años llevó las riendas de una escuela en el área metro cuyo plantel queda justo entre un residencial y una calle de la urbanización aledaña. Pues en esa oficina pequeña con olor a tinta de mimeógrafo -un aparato espantoso, de manigueta, que producía copias- mi madre cayó sembrada en el piso cuando una bala golpeó la lama de una de esas ventanas de metal blanco a las que les llaman Miami. Aparte del susto y del coraje, mami sufrió varias semanas de vértigo y desbalance. Decía que tenía una campana sonando en el oído.

Pues bien, así de potoquita, delgada, delicada y con su voz de clarinete, mi madre mandó a llamar a todos los bichotes del barrio. Sí, así mismo. Aquello era una convocatoria a un cónclave nunca antes visto. Y por cierto, antes no se les llamaba bichotes, esa es una palabra con la que se coronaron más adelante.

Nunca supe cómo logró mami que aquella sarta de manduletes se sentara en las sillas de aluminio de la oficinita y que, en vez de la pinta de macho agresivo, pusieran caras de pajuatos. Pero así fue.

Y los puso como chupeta, les dijo hasta culo -sin usar la palabra culo, que aquí la boquisuelta soy yo- y apuntándoles con el dedo índice les prohibió vender “su porquería” cerca de esa escuela, que era la “única oportunidad para que sus hijos no salgan tan sinvergüenzas como ustedes”.

Mi abuela por poco infarta cuando escuchó el cuento y, tal como mami hizo con los bichotes, puso a mami como chupeta por aquel atrevimiento que le pudo haber logrado una muerte inmediata. “¡Muchacha de Dios!”

El sábado siguiente al encuentro de Mrs. Green con los bichotes, mami tuvo que salir disparada desde casa hacia la escuela porque la llamaron los vecinos. Un vagón de la Sea Land -unos aparatos metalosos y gigantescos- estaba estacionado bloqueando la calle de la urbanización que bordeaba la escuela. Como florecitas de popcorn brincando calientitas, así salían de aquel vagón libretas, lápices, loncheras, borradores, tizas, papel de construcción, plasticina, papel de argolla, crayolas y cuanto guindalejo se usaba en las paredes y las pizarras para decorar y enseñar. Adentro, descalzas y cantando a voz por cuello, un grupo de mujeres -las bichotas, o sea las mujeres de los bichotes, las mandamás de ellos- restregaban los pisos con escoba, manguera y una mezcla de jabón Lux y King Pine. Afuera, un grupo de manduletes raspaba y pintaba.

Santo y bueno. Durante la “incumbencia” de mami la escuela funcionó en paz y como relojito.

En la funeraria en la que me destripaba llorando su muerte, que ocurrió en el 2005, un señor encopetado de chaqueta y pantalón negro se me acercó a darme el pésame. Le pregunté de dónde conocía a mi madre y me contestó que había sido estudiante de esa escuela, que vio la esquela en el periódico y que quería rendirle respeto a Mrs. Green porque, gracias a sus gestiones, muchos estudiantes se habían convertido en grandes profesionales. Me entregó su tarjeta de presentación, que leía que era el licenciado tal (olvidé su nombre y perdí su tarjeta).

Cada año, cuando comienza el regreso escolar, no puedo evitar pensar en mami, en ese episodio... y en los bichotes.