Tonta, sonsa, vieja puerca, fea, babosa y burra son algunos de los piropos que he recibido desde el inicio en esta columna que ya casi cumple un año. El ejercicio de escribir semanalmente y compartir mi opinión como mujer sesentona, profesional y ama de casa me ha enfrentado a ese mundo mágico y extraño de los odiantes -mejor conocidos como “haters”- un grupo que ha cobrado bastante visibilidad desde que nacieron las comunidades “online”.

Creo que el espíritu de Paquita la del Barrio… “rata inmunda, animal rastrero…” se apodera de estas criaturas que cultivan el arte de despotricar, ya sea con frases cortitas y cortantes, o con párrafos ásperos y punzantes. Los de anteriores generaciones aparecían en los programas de radio, desembuchando comentarios humillantes en llamadas breves. Algunas se repetían por días. Los conductores ya les reconocían, bromeaban con ellos y cuando el comentario pasaba de chiste a ofensa, les cortaban la llamada. Rancontán.

A mí no me molesta que se expresen, que liberen de su interior ese aliento fogoso y amargo que despiden como dragones. Seguramente, les hace bien y les alivia. A fin de cuentas, opinar es su derecho, tal como lo es el mío. Si escribo de algún tema serio me acribillan y si me pongo graciosa, peor. No hay cómo complacerles. A veces me río con su creatividad destructiva, con el talento afilado para criticar y despellejar. No me hacen daño, al contrario, sazonan mi día y me permiten experimentar de primera mano lo que es odiar solo por el hecho de odiar. Eso sí, me molesta cuando lo hacen con los demás compañeros y compañeras que ocupan esta página los restantes días. Duele más el dolor ajeno que el propio.

Entre los comentarios más graciosos está el de un señor que afirma convencido -como si comiéramos juntitos del mismo plato de pollito asado y mistura- que estoy forrada de dinero porque soy la manejadora de Marc Anthony. ¡Santa Cachucha! Al artista le conocí en los comienzos de su carrera, cuando era periodista de espectáculos. Creo que fui una de las primeras en entrevistarlo, con su maranta riza y larga y aquel disco maravilloso que se llamaba “Otra Nota”. Nunca más lo volví a ver.

Pero mi comentario favorito -que se repite bastante- es el que asegura, jura y perjura que nací en cuna de oro, asegurando que duermo sobre una sábana de billetes, manejo un auto de los que confiscaron en Hacienda y tomo cada tarde un aperitivo de caviar acompañado con champán. “Claro, como usted es rica... como eres millonaria”.

Ese me puso a pensar, primeramente, en cuál es el detonante para semejante sarta de mentiras dichas como si fueran la más grande verdad. Pero al cabo de unos minutos, agradecí que el comentario me pusiera en perspectiva porque sí, es cierto, es la puritita verdad, nací en cuna de oro… en un hogar en el que se trabajaba con honradez y se vivía con honestidad, en el que se agradecía y compartía el pan, en el que los principios eran el libro básico para la vida, en el que se nos enseñó a amar y a respetar, se nos alimentó el alma, se fortaleció nuestra autoestima y se nos mostró el camino a seguir ¡Claro que soy rica! Y no estoy sola en ese escenario de opulencia. Somos miles y miles los que nos criamos así, abrazados por la verdadera riqueza, la de la buena.

Así que quedan contestados. Sí, soy rica.

“Entre los comentarios más graciosos está el de un señor que afirma convencido -como si comiéramos juntitos del mismo plato de pollito asado y mistura- que estoy forrada de dinero porque soy la manejadora de Marc Anthony...”