La primera y única vez que fui a uno de esos viernes que llaman “black friday” fue a insistencia de una de mis cuñadas, quien estuvo varios días recitándome las virtudes y ventajas de esa venta en horas de la madrugada con tal que la acompañara. Y bueno, como soy blandita de corazón, no me quedó otro remedio que montarme en su carro - obviamente después de comer pavo- para llegar hasta el centro comercial e instalarnos ante las puertas de esa tienda que abriría a la media noche. Éramos tres: ella, una de mis hijas y yo.

Pensar que por llegar “temprano” tendríamos un lugar privilegiado en la fila fue una equivocación. Una cola robusta de mujeres y hombres daba la vuelta a la tienda. Apiñados, resistiendo el frío de la noche y la brisita navideña asomada antes de tiempo, el filón de gente no tenía intención de claudicar en su empeño de comprar antes que nadie y a precios especiales. Cientos de almas congregadas frente a ese templo del consumerismo parloteaban sobre los artículos que querían, el precio de aquí, el descuento de allá y todos esos detalles que tienen los poseedores de maña adquisitiva.

Me puse nerviosa. A diferencia de ellos yo no llevaba estrategia, ni siquiera una lista mental. Solo quería ver, repasar los pasillos y aprovechar alguna cosita que me atrajera. Pero aquello era otra cosa. Los ánimos se exaltaban cuando algún empleado de la tienda pasaba frente a la puerta. Se formaba un reperpero, un amago de motín.

Así las cosas, los sentimientos fueron in crescendo y tan pronto aquellas puertas dobles y de cristal se abrieron de par en par, la gente entró con desespero, desenfreno, eufóricos, corriendo. Fueron tantos los grititos, codazos y empujones en aquel embudo humano que pensé que el mundo se estaba acabando.

Una pila de mujeres, cuñada incluida, comenzó a correr aceleradamente hacia el área de calzado. Nunca he entendido por qué las mujeres sentimos esa fascinación pasional por los zapatos. Una montaña de cajas, perfectamente apiladas se veía desde el final del pasillo. Un tropel de mujeres caminaba con prisa y luego corrieron con histeria.

Del tiro le grité a mi hija. “Agarra dos”. Y ella, joven y ligera, se abalanzó a la multitud, se metió entre los espacios entre cuerpos y agarró dos cajas de aquellas mientras su madre estiraba el brazo en otra pila para alcanzar un artículo que tenía a otras muchas mujeres encima. Yo no sabía qué era, pero alargué la mano con tal de no quedarme atrás.

Mi cuñada estaba desaparecida en el tumulto. La encontré minutos después, metida de nariz en una góndola de “sweaters”. “Haz fila en la caja”, me ordenó. Y yo, atontada por el reperpero, me coloqué de inmediato en la longaniza de hilera frente a la caja registradora.

Tan pronto nos juntamos las tres, antes de llegar al counter de pagar, pude desocupar las manos de tanto paquete. Comencé a abrir las cajas para cerciorarme de lo que llevábamos. Y pues, mire usted, en las cajas que agarró Lorena aparecieron unas botas altas, negras, opacas y espantosas, perfectas para un invierno crudo y bajo cero. En las mías, mis cajas, descubrimos unas sandalias rosadas muy monas, pero una era dos size más grande y otra tres tamaños más pequeñas.

Así que allí estábamos, en esa madrugada del viernes negro, seducidas por la machaca del comprar y comprar, con un ataque de risa de esos que traen incluidas las lágrimas. De la experiencia lo único valioso fue eso, la risa, que nos hacía bastante falta.

Primera y última vez.