Estás con tu hijo en el pediatra, pero esta vez no por una fiebre o un dolor de estómago. Su maestra, la trabajadora social o tú han notado un cambio en cómo se comporta. Te hablaron de ansiedad, de depresión, del trastorno de déficit de atención e hiperactividad. Te preocupa que a tan temprana edad ya pueda estar lidiando con un problema de salud mental.

Idealmente, explicó el psicólogo clínico Peter González, con práctica en el Hospital Panamericano, la primera alternativa sería recurrir a un psicólogo de niños y adolescentes. Sin embargo, esto no implica que el pediatra de récord del menor, “que lo conoce y tiene el expertise de haber atendido por años”, no pueda hacer señalamientos iniciales y referirlo a un psicólogo o un psiquiatra.

González aclaró que los pediatras comparten un componente educacional base con los psiquiatras, por lo que están capacitados para evaluar preliminarmente cualquier trastorno emocional que manifieste un menor.

Rompiendo prejuicios

Más importante que el profesional de la salud que evalúe al menor inicialmente, lo crucial, dijo González, es atender la situación lo más rápido posible.

Esto implica, de parte de los padres, evaluar sus posturas con respecto a cualquier problema que pueda presentar su hijo.

“Muchas veces son los padres quienes ponen el estigma, piensan que su hijo ‘está dañado’ o ‘enfermo’, o la palabra mal utilizada de ‘loco’ –que carece de todo sentido cuando hablamos de dolor emocional–. Como padre, tengo que tener claro que mi hijo está pasando por un cambio, que posiblemente a nivel emocional está afectado”, señaló González.

Superando el desconocimiento

Se suele partir de la premisa de que los niños –niños al fin– no son capaces de sentir depresión o ansiedad. Tal postura es incorrecta.

En la experiencia de sobre 20 años de González, al menos uno de cada tres menores –término que abarca tanto a infantes como adolescentes– lidia con alguna condición de salud mental. Y las señales no son siempre claras.

Un ejemplo, señaló, es el caso de la depresión, que suele manifestarse en los menores como un reto a la autoridad o mayor agresividad, y no con llanto o tristeza, estados anímicos usualmente asociados a este trastorno.

Ese desconocimiento redunda en que el menor quede desprovisto de atención profesional temprana.