Parecería que en este País no hay alma que no recuerde lo que hacía la tarde del domingo 15 de agosto de 2004... Pueden haber olvidado el cumpleaños del tercero de sus cuatro hijos, la fecha de su aniversario de bodas, los chavos que le deben a la dueña del colmado en el que todavía le fían o la promesa que le hicieron a Dios sobre aquello que no volverían a hacer. Pero lo que pasaba en sus vidas ese día, entre la 1:00 y las 3:00 de la tarde, no lo olvidan jamás.

Así lo he comprobado a lo largo de la pasada década. Cada vez que converso con alguna persona en Puerto Rico sobre lo ocurrido ese día y les cuento que fui testigo directo en Atenas, Grecia, del partido de baloncesto que marcó para siempre la memoria colectiva de los puertorriqueños, se les ilumina el rostro, abren los ojos grandes y me miran con una mezcla de sorpresa y emoción: "Muchacho, ¿tú estabas allí? Qué envidia, qué experiencia". De inmediato -no falla-, comienzan a narrarme sus memorias de esa tarde acá en la Isla.

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Muchas son historias de hechos cotidianos, insignificantes, que de otra forma resultarían olvidables, pero que en el marco del partido en que Puerto Rico zurró a Estados Unidos, 92-73, en los Juegos Olímpicos de 2004, se vuelven extraordinarias y vienen sazonadas de drama, sorpresa, sonrisas, orgullo y, sobre todo, felicidad. Mucha felicidad. Los cuentos van más o menos así: 

-"Yo estaba lavando el carro, cuando me llamó mi primo y me dijo: '¿Estás viendo el juego? ¡Le estamos ganando a Estados Unidos, corre, prende el televisor!'..."

-"Estábamos celebrando el cumpleaños a mi nene en el patio de casa y al ver que después del tercer 'quarter' todavía estábamos al frente por más de 10, terminamos to's metíos en la sala, como 30 personas, viendo el juego, gritando y celebrando. Nos olvidamos del bizcocho, la piñata y el BBQ en el patio..."

 -"Yo no quise ver el juego pensando que íbamos a coger una pela y me llama mi papá y me dice: '¡Le ganamos al 'Dream Team', le ganamos al 'Dream Team'!... y yo: '¡¿No jo*@s?! ¡¿Cómo va a ser?!... ¡¡¡Puñ#*^@, ganamos!!!'"

En fin, desde el que cortaba la grama y corrió a sentarse frente al televisor de la sala para no perderse el acontecimiento, hasta la que hacía shopping y se apostó junto a decenas de personas frente a los televisores de una tienda por departamentos, no hay quien no tenga un cuento, una anécdota, una historia de esa tarde en la que a muchas millas de distancia y siete horas por delante en el reloj, Puerto Rico derrotaba a Estados Unidos, 92-73, en el primer día del torneo de baloncesto de los Juegos Olímpicos de Atenas.

Aquellos eran tiempos en los que Twitter no existía. Facebook, en cambio, todavía era un artilugio que manejaba un grupo reducido de universitarios en Estados Unidos y no el lugar favorito de media humanidad para perder el tiempo y compartir en tiempo real los "status" sobre el "happening" del momento. En otras palabras, el mensaje viajó de boca en boca y se propagó a lo largo y ancho del territorio nacional, así como en muchos otros rincones del mundo donde había boricuas.

Aunque ese día cubría el partido en Atenas en calidad de enviado especial de Primera Hora como parte de la cobertura de los Juegos Olímpicos, tan pronto regresé a la Isla semanas después, descubrí por los relatos de la gente que quien no estaba frente a un televisor cuando arrancó el juego a la 1:00 de la tarde, hora de Puerto Rico, eventualmente terminó frente a un aparato de TV, pegado a un radio o a un teléfono para no perderse ningún detalle de la histórica gesta. Por primera vez desde que los jugadores enebeístas debutaron en las Olimpiadas en Barcelona 1992, Estados Unidos perdía un partido tras amasar marca inmaculada de 24-0. Era el fin de un mito de invencibilidad en el básquet mundial. Era la representación baloncelística del ahogamiento de Diego Salcedo -con los estadounidenses en el papel del conquistador español- y nosotros, que tantas veces antes fuimos sus víctimas, en el papel de verdugos... Y vaya que lo fuimos.

Nervios, tensión, alivio, euforia

Ahora que conmemoramos 10 años del triunfo y con el beneficio que ofrecen los años de distancia, he meditado sobre esa noche en Atenas y sobre cómo la afronté como periodista y cómo la viví como puertorriqueño. Una década después, todavía percibo ese juego como una experiencia onírica.

Ese 15 de agosto de 2004 eran las 8:00 de la noche en la capital griega y el juego entre boricuas y estadounidenses era el plato fuerte de la velada del segundo día de acción en las Olimpiadas, que habían sido inauguradas apenas dos días antes. Todo era expectación en la arena Helliniko por el debut del "Team USA" que tenía en sus filas a estrellas como Tim Duncan, Allen Iverson y unos jovencitos LeBron James, Carmelo Anthony y Dwyane Wade, entre otras luminarias del mejor baloncesto del mundo.

Aparte de la prensa de Puerto Rico, el resto de los medios no tenía mucho interés en prestarle atención a nuestro seleccionado nacional. Estaban allí para ver el estreno de la más reciente edición del llamado "Dream Team", y a Puerto Rico apenas le concedían el rol de 'víctima' de turno. Así quedó claro desde antes de arrancar el partido cuando ambos equipos hicieron la formación clásica en cada extremo del tabloncillo para posar para los lentes de los fotoperiodistas presentes esa noche en el coliseo. Mientras más de una docena de reporteros gráficos fotografiaban e iluminaban con sus “flashes” los rostros de los jugadores y cuerpo técnico de los estadounidenses, del lado de Puerto Rico solo el veterano José Ismael Fernández (Ismaelito, como lo conocemos todos), de El Nuevo Día, capturaba la foto de nuestro equipo.

Una vez iniciado el desafío, poco a poco la tensión y emoción comenzaron a apoderarse de mí. A medida que pasaban los minutos y veía que Puerto Rico marcaba distancias, engordaba la ventaja en el marcador y, más importante aún, no la dejaba escapar, más apretaba la ansiedad, sobre todo porque no podía relejarme y disfrutar del todo lo que estaba pasando. Era muy consciente de que la responsabilidad de contar lo que estaba viendo era grande y quería estar en control de mis emociones, en el máximo nivel de mi 'juego' periodístico y como cronista. Aun así era inevitable sonreír algo incrédulo por la sorpresa que se revelaba ante mis ojos. ¿Realmente estaba viendo al equipo de mi País lograr lo que en 24 partidos anteriores no habían conseguido hacer nadie ante Estados Unidos a nivel olímpico? ¿No sería esto una broma del destino tentándome a ilusionarme con la posibilidad de informar sobre el que se perfilaba como el triunfo más importante en la historia de nuestro baloncesto solo para después dejarme caer? No tardé mucho en contestar ambas interrogantes.

En el primer cuarto, el partido arrancó parejo, con Puerto Rico cerrando al frente, 21-20, tras concluidos los primeros 10 minutos de acción. Los nuestros jugaban sin complejos, guiados por Carlos Arroyo y Larry Ayuso, y ejecutando una estrategia de juego perfecta, delineada por la mente maestra del técnico Julio Toro. Ya para entonces se comenzaban a ver señales de que el juego no sería un 'paseo' para Duncan y compañía.

Para el segundo periodo, estalló la rebelión boricua, liderada por un Arroyo en estado de gracia, iluminado como nunca en la camisa de Puerto Rico y en el escenario deportivo más importante. Comenzaron a encadenarse jugadas y canastos de todo estilo, manufactura y belleza estética, pero por parte de nuestros canasteros, no por las estrellas de USA. El espectáculo corría por cuenta de los boricuas para sorpresa de los miles que llenaron la arena Helliniko. Triples letales y certeros de Eddie Casiano (¡Boom!)... Asistencias y penetración de fantasía de Arroyo (¡Bang!)... Cesta de Piculín Ortiz, donqueo de Daniel Santiago, güira de Hatton (¡Pow!)...

La primera mitad acabó con Estados Unidos contra las cuerdas y malamente golpeado, abajo por 22 puntos (49-27). Los fanáticos que acudieron al pabellón helénico para disfrutar del juego aéreo, atlético y espectacular de las estrellas enebeístas parecían preguntarse: '¿Y estos no eran los que se comían a los niños crudos?'. A cambio, tuvieron que conformarse con ver a un apático Richard Jefferson fallar y fallar hasta el hastío.

Para el tercer cuarto, las cosas no cambiaron mucho; Arroyo siguió en su salsa, mostrando su polivalencia. Casiano continuó su bombardeo a distancia y la ventaja seguía siendo de doble dígito.

En el último periodo, no obstante, Estados Unidos comenzó a cocinar un avance que los acercó a ocho puntos en el marcador y que revivió mis peores temores de que aquel festival de 'bomba y plena' que se vivía sobre el tablero acabara acompasado en un bolero cortavenas con el título "Fue lindo mientras duró".

Pero no. Arroyo -¡eterno Arroyo!- y Rolando Hourruitiner nos devolvieron el aire con nueve puntos en sucesión -seis del primero y tres del segundo. A partir de ahí, Puerto Rico logró mantener su ventaja y llevarla nuevamente por encima de 15 puntos. El último clavo en el ataúd estadounidense lo puso Casiano con un bombazo a escasos pies de la media cancha y con 21 segundos por jugar, que puso la pizarra 90-71. La quijada de los jugadores y coaches en la banca de Estados Unidos caía sobre el tabloncillo. Era oficial: aquello no era una derrota, era una humillación.

Sonó la chicharra que anunciaba el fin del partido con pizarra final de 92-73 y estalló la celebración en Atenas y, me cuentan, también en todo Puerto Rico y en cada rincón del mundo donde hubiese un boricua mirando el partido.

Para los fanáticos del deporte en Puerto Rico, tan acostumbrados a ilusionarnos para luego quedar con el corazón roto, recogiendo los pedazos del piso, no habría desilusión esa noche. La frase "jugamos como nunca, perdimos como siempre" no nos definiría. 'Decepción' se sentó en la banca contraria junto al dirigente estadounidense Larry Brown.

Aquel era nuestro juego, era nuestra victoria, era nuestra gesta. Ese día, tanto los que presenciamos el juego en directo en Atenas como los que seguían el partido en Puerto Rico, verdaderamente latimos como un solo corazón, unidos como un puño. Ese día, la patria entera cabía en las letras bordadas en el pecho del uniforme de Carlos Arroyo, quien las agitaba y las lucía orgulloso para mostrarlas al mundo. Un gesto que reiteraba a todos que existimos, que somos un país, que somos una nación… Puerto Rico… Puerto Rico… Puerto Rico…