Hermanos de cancha, hermanos de vida
Conoce la historia de dos jóvenes que se han integrado al equipo de baloncesto unificado de Puerto Rico para la Copa Mundial.
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A veces, un balón no suena solo como un balón. A veces parece latir.
Eso es lo que Edgardo Trinidad Verdejo sintió la tarde en que entró al coliseo de la UPR de Bayamón para practicar, sin imaginar que ese eco —ese tac-tac casi familiar— sería la antesala de un giro inesperado en su vida y en la de su compañero Félix Ruiz Rodríguez.
La invitación llegó sin ceremonia. El profesor Yonuel Rivera los llamó aparte, como quien guarda una buena noticia cuidadosamente entre las manos. Les habló de una oportunidad que no suele tocar dos veces: integrarse como atletas unificados al equipo que representará a Puerto Rico en la primera Copa Mundial de Baloncesto 3x3 Unificado de Olimpiadas Especiales.
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Edgardo, siempre espontáneo, soltó una sonrisa que todavía parece acompañarlo.
“Aquí estamos”, dijo, según unas citas provistas en un comunicado compartido por la Liga Atlética Interuniversitaria (LAI). Pero lo que realmente quería decir era: no me lo esperaba, pero qué bueno que pasó.
Ambos conocen bien el rigor del baloncesto universitario. Juegan bajo la dirección de Carlos Calcaño, un formador que les habla del deporte como si fuese una brújula moral. Allí han aprendido disciplina, pero el deporte inclusivo les enseñó algo distinto: que una cancha puede convertirse en un lugar donde la humanidad pesa más que el marcador.

Y así, ese tac-tac tiene ahora un significado distinto: es el eco de una oportunidad que les cambió la vida.
Félix, más reflexivo, lo explica con una claridad que desarma.
“La inclusión”, dice, “se vive o no se vive”.
“A mí me llena de orgullo”, insiste, como si quisiera que cada palabra se quedara grabada en quien lo escucha. No es un discurso; es una postura. Una manera de plantarse frente al mundo sin miedo a los prejuicios.
Las prácticas con Jesús Cortés y el propio Rivera no fueron solo sesiones de técnica. Fueron encuentros, descubrimientos. Aprendieron que el baloncesto no cambia porque algunos jugadores tengan diversidad funcional; cambia la mirada del que entra a la cancha creyendo que viene a enseñar y termina aprendiendo.
Félix aún recuerda la primera instrucción que recibió: “jueguen como saben; ellos son jóvenes igual que ustedes.
Eso bastó para que todo empezara a fluir. Lo que al principio fue equipo, hoy él lo llama “hermandad”.
Edgardo, siempre directo, tiene un consejo que suena más a abrazo que a frase.
“Si quieren cumplir algo, no se quiten”, destaca.
Mientras tanto, la delegación boricua femenina también se prepara con la misma energía que mueve al resto de la Copa, un evento que reunirá a deportistas de más de 30 países entre los días 5-7 de diciembre en el Distrito T-Mobile. Pero más allá de la logística y el espectáculo, hay algo invisible que sostiene toda esta historia: la certeza de que el verdadero triunfo ocurre antes del silbato inicial.
Porque cuando ellos hablan —cuando cuentan cómo se miran, cómo se entienden, cómo se acompañan— uno comprende que el deporte inclusivo no se celebra en un podio, sino en esos instantes en que alguien descubre que no está solo. Y allí, en ese lugar íntimo donde las diferencias se vuelven puente, la inclusión deja de ser teoría y se convierte en lo que siempre debió ser: un acto de amor en movimiento.
(Esta historia contiene contenido provisto por la Liga Atlética Interuniversitaria)


