Arroyo.  Las cicatrices en su piel son un recordatorio de un pasado oscuro al que no desea regresar, pero tampoco olvidar. 

Mónica González atravesó por un calvario de situaciones durante sus años de adolescencia. El no tener al alcance de la mano alguna oportunidad que la socorriera de los peligros que aquejaron al residencial público Isidro Cola y al barrio Arizona de Arroyo durante sus años de crianza y desarrollo la llevó a acumular una serie de   frustraciones que la llevaron a cometer un sinfín de transgresiones. 

En un momento fue acusada de agresión y de robo. Estuvo recluida en una institución para menores por año y medio. Luego, cumplió una sentencia de poco más de tres años por atacar físicamente a un oficial de la Policía. Permaneció en la cárcel de mujeres en Vega Alta y no fue hasta hace un año que regresó a la libre comunidad. 

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Durante uno de sus arranques de coraje, agarró una navaja caliente y escribió en su brazo derecho el mensaje “odio la vida”. En otra ocasión, se provocó unas profusas heridas para mutilarse la piel. 

“La ignorancia y la inmadurez llevan a uno a hacer muchas cosas”, dice González mientras observa dichas cicatrices, frota sus dedos sobre ellas y se transporta a una época que no puede ocultar.  

“Uno creía que se lo sabía todo. Tenía ese aire de que en la calle se puede; pero estuve equivocada”, confesó González a Primera Hora durante un recorrido por las zonas donde creció en este pueblo costero.

“Estoy agradecida de que me hayan encerrado porque, de lo contrario, hubiese perdido la vida o matado a alguien”, continuó diciendo.

González todavía siente nostalgia por aquellos años, sobre todo cuando ve los nombres de dos amigos –Manny y Eddie– que están pintados en una de las murallas del parque de pelota Rubén Gómez. 

“Sufrí mucho. Me dolió que hayan muerto y eso abonó a mis frustraciones”, recuerda sobre los dos fallecidos sin relatar la manera en que murieron ni por qué era tan afín con ellos.

“Fue una etapa de mi vida en la que no tenía la madurez. Era una rebelde y deseaba hacer las cosas de una manera. Ya no le sentía respeto a mi mamá (Johana Rivera Pérez). Hice barbaridades en la calle. Hasta casi pierdo el brazo porque sufrí una infección cuando me hice las heridas. Estaba ciega, no encontraba personas adecuadas para que me ayudaran. Me sentía vacía”, compartió.

Rivera Pérez sintió temor de que perdería a su hija debido a los problemas que constantemente la rodeaban. Por suerte, el tiempo ha sido el mejor remedio y en el presente  son  inseparables.

“No conté con ayuda, pero nunca me rendí. Seguí luchando y me siento orgullosa de Mónica”, destacó.

Salvada por los deportes

Solo el deporte era una especie de escapatoria para González. Mientras estuvo en la escuela,  sobresalió en diversas disciplinas. Le gustaba jugar baloncesto, voleibol y hasta correr en la pista. Pero fue en el boxeo donde encontró un vehículo para canalizar las energías y desahogar sus desilusiones.

Y es ahora cuando está comenzando a recoger los frutos de haber dado un giro a su vida. La joven de 27 años obtuvo una medalla de bronce durante los pasados Juegos Panamericanos Toronto 2015.

“Puerto Rico me ha extendido la mano. Me está dando la mano como nunca imaginé. He demostrado que soy una mujer guerrera y luchadora con el potencial de brillar en los deportes. Soy un ejemplo vivo de que los confinados podemos ser personas de bien si nos ofrecen las oportunidades”, compartió.

A pesar de la atención que ha generado su éxito en Toronto, González es consciente de que no ha concluido su encomienda. El mensaje “game over” (juego terminado) que lleva tatuado en los nudillos de sus manos se encarga de recordarle a diario que falta camino por recorrer.

“Quiero ser campeona. Ser alguien. Logré mi meta, que era representar a Puerto Rico y obtener una medalla, pero tengo que seguir entrenando para ir a las clasificaciones para estar en los Juegos Olímpicos de Brasil en el 2016. Estoy segura que lo lograré”, concluyó.