Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 16 años.
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Hace unos días una señora muy amable me detuvo en una tienda por departamentos para saludarme, felicitarme por mi trabajo, y decirme que me admiraba mucho. No es la primera vez que una persona me reconoce en la calle y me dice que me admira. La palabra admiración es una muy grande para mí, y siempre que escucho algo así me da mucha vergüenza porque independientemente del mérito que puedan tener algunas de mis acciones o actitudes, no me considero digna de admiración.
El problema que tiene admirar a alguien es que si ese alguien comete un error en su vida, entonces se nos cae del pedestal y todo lo bueno o positivo que pudo haber dado o hecho esa persona se cae con él o con ella. Y la vida no es tan simple. Conozco personas admirables que han dado grandes metidas de pata. La semana pasada, viendo un documental sobre la vida del gran Martin Luther King, Jr., me enteré de que uno de los momentos más difíciles de su vida fue cuando alguien, en un intento por destruir su imagen y disminuir la fuerza de su movimiento en pro de los derechos civiles, sacó a la luz pública prueba de que le había sido infiel a su esposa.
Sí, hay seres brillantes, seres que pueden llegar a transformar la humanidad y, sin embargo, pueden cometer actos sumamente estúpidos. ¿Es ésta suficiente razón como para dejar de admirar su obra y su legado? No creo, por eso es que yo he adoptado dentro de mi filosofía de vida un precepto del budismo que me ha ayudado a mantener en perspectiva el acto de “admirar.”
En las enseñanzas budistas siempre se venera o rinde homenaje a las “enseñanzas”, y no al maestro. A los maestros se les respeta, pero cuando uno hace reverencia frente a un altar budista, por ejemplo, uno debe estar claro que esa reverencia no es al maestro o a la estatua del Buda como persona, sino a las enseñanzas que ellos representan. ¿Por qué? Porque los seres humanos somos frágiles física y emocionalmente, pero aquellas enseñanzas y actitudes que aportan al crecimiento de otros trascienden tiempo y espacio y se convierten en universales. Uno debe admirar las acciones, los legados y las actitudes que nos han transformado o inspirado de alguna forma. La persona es únicamente el vehículo para ellos.
Por eso, cuando escucho a alguien decir que me admira, mientras externamente estoy agradeciéndole sus amables palabras, internamente trato de agradecer a aquellos que me han ayudado a tocar de alguna forma a otros. Rindo homenaje a mis enseñanzas, y en el proceso evito que el halago y la admiración de otros me lleven a despegarme del suelo, a inflar mi ego, y hacerme sentir que soy la gran cosa. De la misma forma, cuando siento que admiro a otra persona, busco siempre conectarme con esa cualidad que admiro, más allá de ese ser humano. De esa forma, no importa lo que esa persona haga o diga en el futuro, aquello de valor que hay en él o en ella siempre tendrá sentido para mí.
Dime a quién admiras y te diré quién eres. Admirar a otros es reconocer en ellos cualidades que valoras. Lo interesante es que el mero hecho de reconocer esas cualidades en otros quiere decir que ya las tienes en ti. Admira las obras, respeta a la persona, y copia aquello que admiras para poder tú hacer la diferencia en la vida de otros. Así se admira lo admirable.
A partir del próximo lunes busca la columna de Lily García en Primera Hora en la sección A tu manera