Recuerdo que en una ocasión acudí con mi pareja de aquel entonces a visitar a un consejero matrimonial. La primera pregunta que nos hizo el psicólogo fue: “¿Ustedes discuten con frecuencia?”. Y cuando le contestamos que sí, reaccionó con una expresión de alivio. De inmediato nos explicó que él en cierta forma prefería trabajar con parejas que todavía tenían sus peleítas porque veía debajo de esa tensión un potencial para reconectarse positivamente. Dijo que para él era mucho más difícil obtener logros con parejas cuya relación se había deteriorado por el silencio y la indiferencia. Claro, él se refería a discusiones, dentro de todo, saludables, donde no se hubiese llegado a la falta de respeto y a la agresión. Nunca me he olvidado de sus palabras, y aunque les confieso que en aquel momento no estuve de acuerdo con él, con el tiempo he llegado a entender lo que nos quiso decir.

Por eso fue que me hizo tanto sentido lo que escuché hace unos días en un curso sobre cómo utilizar las enseñanzas budistas para manejar el estrés en nuestras vidas. El monje que ofrecía la conferencia decía que uno de los grandes problemas de nuestra sociedad es que confundimos la tensión con el estrés. Hablamos de tensión como si fuera una mala palabra, decía el maestro, en vez de entender que la tensión es la consecuencia normal de los cambios, y de nuestro crecimiento como seres humanos. “El estrés”, señalaba el monje, “es la consecuencia negativa de la acumulación de la tensión, la cual resulta cuando dejamos de fluir”.

Puedo entender entonces cómo en una pareja, la tensión que resulta de dos personas creciendo, viviendo y transformándose juntas, debe ser algo natural, algo de lo cual nadie puede escapar. La clave estaría en reconocer lo que está ocurriendo, en entenderlo, y en no tomarlo como algo personal, algo que alguien “me está haciendo a mí”. Y lo mismo puede ocurrir con otras relaciones, como las de familia, amistades o trabajo. Es natural que haya tensión, porque las relaciones, como los seres humanos, son entidades vivas, que crecen y maduran, y que, por lo tanto, están llenas de movimiento y vitalidad. ¿Cómo podemos entonces ayudarlas a desarrollarse de forma más armoniosa, en vez de convertirnos en sus víctimas?

El monje asegura que el secreto está en mantener esa energía fluyendo, y que eso se logra, primero, respirando, y segundo, escuchando. Estoy segura de que están pensando que esta respuesta suena demasiado simple, pero tiene su lógica. En lo que respecta a la respiración, lo cierto es que la mayor parte de esa tensión que acumulamos, de esas emociones que no manejamos, se concentran en el área del abdomen. Por eso el estrés nos vuelve tan viscerales. Cuando aprendemos a respirar profundamente, llevando aire y energía a esta área, estamos permitiendo que esos bloqueos fluyan. En otras palabras, debilitamos lo que nos causa ansiedad sobre esa persona o situación difícil.

Por otra parte, el estar presente en cuerpo y alma, el escuchar lo que la otra persona nos está diciendo con sus palabras o con sus gestos, nos evita estar pensando en cómo vamos a reaccionar o en lo mucho que nos molesta lo que nos están diciendo. La tensión se alivia porque dejamos de desperdiciar energía reaccionando, y en el proceso, cuando escuchamos a alguien con otros oídos, terminamos muchas veces viéndolos con otros ojos.

Así que no le tengas miedo a la tensión, al contrario, utilízala para nutrirte y fortalecerte construyendo puentes internos a través de la respiración, y externos, a través de la comunicación compasiva.