Todos los días en mi programa de radio mañanero hacemos una encuesta a través de Facebook. La semana pasada preguntamos: “¿Alguien en quien confiabas te traicionó?”. Una de las respuestas me tocó profundamente, la de una mujer que decía que ya no confiaba ni en ella misma debido a la cantidad de veces que la habían traicionado.

No quiero de ninguna forma restarle validez al dolor que puede causar una traición. Pero les admito que sentí mucha compasión por esta mujer. Me da la impresión de que su experiencia la ha endurecido hasta el punto de que ha escogido percibirlo todo a través de su dolor. Su cristal está teñido permanentemente por el color que ella le ha dado a la traición.

Pensé en ella cuando leí un artículo que hablaba acerca de cómo los colores en realidad no existen, sino que son una fabricación de nuestro cerebro. Lo que sí existe es la luz, pero el color que le atribuimos a esa luz es el producto de nuestra mente. Por eso es que dos personas pueden estar viendo el mismo color y describirlo de formas diferentes.

El artículo también mencionaba cómo los seres humanos parecemos tener mapas mentales internos entre el color y otras cualidades. En un experimento que se realizó, casi todos relacionaron el amarillo con la felicidad, el azul con la tristeza y el rojo con el coraje.

A lo que voy es que la gran mayoría de lo que somos y vemos es lo que escogemos. Y si podemos escoger hasta el color de la felicidad, por qué no también escoger ver más allá de una traición. Una cosa es que el pasado nos torne más cautelosos a la hora de abrir nuestros corazones y otra es vivir sin fe en la humanidad y en su capacidad para la bondad y la honestidad.

Veo la desconfianza color gris. Y como me niego a transitar por un mundo grisáceo, escojo vivir dentro de una fe rosada.