La semana pasada estuve de invitada en el programa radial de mi amigo Rubén Sánchez hablando sobre un interesante estudio cuyos resultados fueron publicados este año y el cual señala que las mujeres tendemos a sentirnos más culpables que los hombres.

Las reacciones al tema, tanto del público que llamó como de mujeres que me escribieron o me detuvieron en la calle, han sido sumamente interesantes. Basándome en las respuestas que he recibido, el estudio, realizado en España, parece estar reflejando una realidad tanto allá como acá. No voy a entrar en el debate si esto puede ser cultural/religioso o genético (se ha mencionado que las mujeres tenemos una predisposición hacia la empatía mucho mayor que la de los hombres y nos sentimos culpables porque nos echamos encima la responsabilidad de aliviar el sufrimiento ajeno). Lo que quisiera hoy es que aprendiéramos a reconocer cuándo ese sentido de culpa se convierte en un obstáculo para nuestra paz.

Hay veces que la culpa responde a la obsesiva necesidad que tenemos de sentirnos apreciadas. Creemos que cualquier cosa menos que la perfección nos hará malas madres, esposas, hijas o hermanas ante los demás. Otras se han convencido que la felicidad es su total responsabilidad. No nos damos cuenta de que declarándonos supermujeres al comando del bienestar del resto de la humanidad, le quitamos a ese resto de la humanidad la responsabilidad de su felicidad. Lo cierto es que cuando respondemos desde el sentimiento de culpa, siempre metemos la pata, porque la culpa tiende a nublar la razón.

La próxima vez que te sientas culpable porque no pudiste o quisiste cocinar esa noche; porque le dijiste a tu hija que no le podías cuidar los nietos; o porque no te dio la gana de decir algo que debiste haber dicho en esa reunión, detente y quítate la capa de supermujer. Enfócate en lo que sí has dado y respira orgullosamente.