Hace unos días, se fundió la bombilla en el abanico de techo de la sala. Tom intentó desenroscar la tuerca decorativa que aguanta la lámpara, pero no pudo. Utilizó cuanta herramienta encontró, siempre cuidando de no marcar o dañar la tuerca, pero nada. Cuando llegué a casa, lo encontré molesto y frustrado con el abanico. Mi marido no tiene mucha paciencia para este tipo de cosas y, como la mayoría de los hombres, su primer instinto es usar la fuerza. Yo, como no tengo mucha fuerza, tengo que bregar con maña.

Le pedí que me dejara intentarlo. Lo primero que hice fue buscar el manual de instrucciones del abanico (yo siempre guardo las instrucciones, por si las moscas). Me subí a la escalera, empujé un poco la lámpara de cristal hacia el techo, para quitarle presión a la tuerca, y la desenrosqué con mi manita santa, sin necesidad de herramienta alguna. Era cuestión de buscarle la vuelta. Pero él no estaba viendo más allá de la tuerca; él entendía que allí estaba la única solución al problema y al desesperarse por no encontrarla, se cegó a las otras opciones que tenía para resolverlo.

Todos los días veo personas “forzando” cosas como forma para obtener lo que creen que es lo mejor para ellos. Y ese constante forcejeo los lleva a vivir molestos, agriados de la vida y, sobre todo, cansados de seguir tratando. Hay veces que lo único que podemos hacer es respirar, observar, y dejar de intentarlo. No siempre vamos a tener un manual de instrucciones cerca para guiar nuestros pasos, pero al separarmos de la situación, le damos espacio a la intuición para que despierte y, casi siempre, comienzan a fluir nuevas ideas. El abanico ya tiene bombilla, y la experiencia me recordó que la solución a los problemas casi nunca está donde creemos.

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